En Wuhan, China, se originó un virus muy contagioso que se ha esparcido rápidamente por todo el mundo y que, en muchos casos, resulta mortal para quien lo contrae, y todavía no se ha desarrollado una cura.
Quizás porque podemos ver el Coronavirus, detectar su origen y ver sus consecuencias directas es que ha tenido tanto impacto y cobertura a nivel mundial, apartando nuestra vista de otro virus que nos aqueja hace mucho tiempo.
Existe otra infección, mucho más terrible, contagiosa, imposible de rastrear y mortal que el Coronavirus, y que azota nuestra época con mucha fuerza. Este virus se origina en el corazón mismo del hombre, cuando se experimenta la pobreza de la soledad (una pobreza mucho más dura que la material), la desesperanza del vacío de vida y, sobre todo, la angustia del no saberse amado. Este contagioso virus de propaga con mayor velocidad que el Coronavirus y, a su paso, cobra muchas más vidas, vaciándolas de sentido.
Los síntomas van empeorando cada vez: el sutil egoísmo cotidiano se convierte en total apatía, la falta de cariño en desprecio por la vida y la dificultad para perdonar en dureza del corazón. En resumen, la vida se vuelve insoportable.
La buena noticia es que existe una cura y que está en cada uno de nosotros. En medio de nuestras debilidades, podemos ser pequeños reflejos del amor que Dios tiene por nosotros. Dios, por amor, se hizo hombre, murió y resucitó, para que podamos participar de su gloria y sabernos amados por Él.
Una vez que nos damos cuenta de eso, es imposible contener la alegría de sabernos amados y debemos salir a compartirla. Optar por el amor verdadero y ser pequeños rayos de luz de Aquel que es la luz. Compartir pequeños gestos de amor de Aquel que es el amor.
Así, lentamente vamos ablandando el corazón de quienes tenemos cerca, acercándolos cada vez más al amor verdadero, ¡no basta más que un gesto o una mirada para llenar el corazón de quien amamos!
Aprovechemos este tiempo para pedirle a Dios que nos conceda la gracia de sabernos plenamente amados por Él y que nos sintamos llamados a compartir ese amor y, así, llenar nuestra vida y la de quien está a nuestro lado.
Quiero terminar destacando la invitación que nos hizo el papa Francisco a acompañarlo este miércoles 25 de marzo a rezar un Padre Nuestro al mediodía y “unir nuestras voces al cielo” y este viernes 27 a las 14 horas, desde la Plaza San Pedro, a rezar juntos. Aprovechar estas instancias para pedir por las víctimas del Coronavirus, sus familias, las autoridades, quienes trabajan en recintos de salud y por todos nosotros, para que tengamos la fortaleza de enfrentar esta crisis, sabiendo que “unidos a Cristo, nunca estamos solos” (Papa Francisco, 15 de marzo de 2020).
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