Hasta mediados del siglo XX la formación y el trabajo era disciplinario, tendencia marcada desde el siglo XVI como fruto del aumento creciente de los conocimientos. Las personas no tuvieron más alternativa que perfeccionarse en alguna disciplina porque ya era muy difícil tener pretensiones de dominar todo el saber humano.
En el futuro y solo con algunas excepciones, el que aspiraba a un saber universal, a lo más podía acceder a un dominio generalista del conocimiento acumulado. La división de las ciencias humanísticas, exactas o biológicas crecía y se fomentaba. Asimismo, con la primera Revolución Industrial, se fortalece y prevalece la división del trabajo.
También influyó en la educación superior, y sus escuelas, facultades e institutos que comenzaron a especializarse y a enfocarse en los conocimientos que se estimaron propios y como verdaderas rutas autónomas del saber. Se funcionó como si cada Unidad Académica no tuviera que ver con el resto de las carreteras del conocimiento. De este modo, los estudiantes se volvieron, simultáneamente, sabios e ignorantes; es decir, con conocimientos profundos sobre su rama del conocimiento, pero muy ignaros respecto a otras disciplinas. Por medio de la formación general, las instituciones educativas trataron de reaccionar frente a este fenómeno, aunque no con el éxito esperado.
Similar situación sucedió con la Educación Técnico Profesional y en este sub sector de la educación superior el fenómeno de la disciplinariedad fue más subrayado. Lo que importaba era perfeccionar conocimientos duros, específicos de una técnica, para que sus estudiantes pudieran desempeñarse con éxito en su sector de aprendizaje laboral. En definitiva, se trataba de crear la fuerza laboral específica que necesitaban las empresas para obtener su máximo rendimiento. Esto se consideró como indicador visible de la eficacia de la formación técnico profesional.
Pero desde hace tres décadas la situación tanto para las universidades como para la formación técnico profesional ha cambiado. Es de tal magnitud el avance de los conocimientos científicos y tecnológicos que ya no es posible ni siquiera profundizar en toda una disciplina. Por tanto, cada una de las áreas del saber se ha subdividido en varios nichos, ya que cada uno de ellos posee su propia y creciente profundización. Crece la tendencia a ser sabio ignorante, con toda la confusión que esto genera.
En este escenario comenzó a crecer la convicción entre las instituciones formativas que era necesario el trabajo en equipo e interdisciplinario. Es decir, para poder avanzar en el progreso científico, sea este humanístico, matemático o biológico, era indispensable fomentar la existencia de equipos interdisciplinarios para poder enfrentar de una manera más eficiente y eficaz los nuevos problemas del siglo XXI. Ya no era posible desde una disciplina o de una técnica abordar la nueva realidad en formación.
En consecuencia, hoy se debate nuevamente, qué es lo que debe ser obtenido como aprendizajes y cómo deben relacionarse aquellos que acceden y logran conocimientos superiores, sean estos técnicos, profesionales o universitarios. Se trata de saber qué habilidades se necesitan, qué actitudes, qué conocimientos específicos y fortalecer ampliamente el trabajo en equipo, en que cada uno aporta su saber específico para lograr una meta común a todos.
Los científicos, los innovadores y emprendedores necesitan a las humanidades, la ética, la filosofía y la teología. De este modo podrán encauzar los beneficios creativos hacia las personas, entendiendo y respetando su naturaleza y dignidad, y para lograrlo es indispensable que se trabaje en equipos interdisciplinarios. De esta manera, no se divorciarán las distintas rutas del saber y se avanzará hacia un norte común a toda la humanidad, que no es otro que el respeto irrestricto a la irrenunciable dignidad, libertad y sentido trascendente de toda persona.
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