Recuerdo con nostalgia que, a principios de marzo, estaba haciendo clases en una sala, como lo he hecho consecutivamente durante los últimos 14 años. Tenía en frente a un grupo de jóvenes estudiantes de primer año y sentía esa exquisita adrenalina de comenzar un nuevo semestre educativo. En los ojos de esos muchachos veía la emoción de sus primeros días de clases en la educación superior, y en sus palabras podía leer la voluntad de querer cambiar su destino y el del mundo desde su profesión. Sin embargo, a la semana siguiente, era el mundo el que comenzaba a cambiar nuestros destinos, aparentemente…
Los estudiantes tuvieron que quedarse en casa y yo me vi intentando continuar con mis motivadoras clases, pero ahora a través de un computador y en medio de lo que comenzaba a ser una realidad muy poco motivadora.
Los días avanzaban tan rápido como la pandemia. No obstante, debíamos seguir haciendo clases y nuestros alumnos debían seguir estudiando; por tanto, esta nueva sala de clase debía ser lo menos virtual posible para que nuestros muchachos vieran que tenían a sus profesores y a su institución como parte de sus fortalezas para enfrentar la realidad y el futuro.
El cambio es difícil, se entiende. De alguna forma el cerebro se resiste a lo nuevo, sobre todo si le tomó valor a lo de siempre.
Así que fue sumamente comprensible que los jóvenes se resistieran a las clases virtuales y, los primeros veinte días, nuestras clases tuvieran al menos media hora de contención y arenga para enfrentar el desafío de que, ahora, todo pasaba a ser virtual.
Pero esa era nuestra pega, principalmente. De alguna forma, los profesores siempre nos estamos enfrentando a nuevos desafíos en clases. Todos los semestres nos encontramos con algún estudiante, condición o contexto que representa alguna oportunidad de poner a prueba nuestros conocimientos, habilidades y vocación.
Así fue como, pasado ese indefinido tiempo de rechazo y, gracias al inclaudicable soporte de sus docentes, coordinadores y directores, los jóvenes comenzaron a ver que sí era posible aprender en esta nueva modalidad. Vieron que sí tenían una clase muy similar a la que se les ofrecía en una sala con muros y sillas. Lograron darse cuenta que sus profesores hacían los mismos sacrificios que ellos para adaptarse a nuevas herramientas y formatos y, que todos esos esfuerzos tenían un único y loable sentido: su aprendizaje. Y lo valoraron de manera explícita.
Pero nada fue fácil. La pandemia empezó a meterse en los hogares de nuestros alumnos y hasta en los nuestros. Comenzábamos a tener casos y el temor se instaló entre nosotros. Situaciones médicas, laborales y de subsistencia pasaron a ser la realidad de muchos de nuestros estudiantes y, los docentes, tuvimos que volver a ser una fuerza de soporte emocional, pero sin perder de vista el leitmotiv de nuestro rol como profesores.
Así fue como, en medio de las palabras de apoyo y contención, seguíamos pasando contenido y motivándolos a hacer los talleres a través de grupos virtuales en Collaborate. Así fue como, entre preguntas sobre cómo seguían sus parientes con COVID-19, les avisábamos que compartiríamos pantalla para enseñarles a hacer un ejercicio en Excel. También, en medio de una arenga para reconocer que son una generación resiliente por ser capaz de continuar sus estudios a pesar de la pandemia, le pedíamos rayar la pizarra virtual con conclusiones sobre los análisis de un caso leído.
Sin embargo, el agotamiento se hizo patente de manera transversal. Alumnos, docentes y administrativos llevábamos semanas intentando hacer nuestro trabajo y a la vez aprender a hacerlo en esta nueva modalidad y en un contexto que presagiaba ser cada vez más incierto.
Fue así como bien recibimos, por parte de la institución, un par de semanas intercaladas de suspensión de clases, que sirvieron para consolidar ciertos aprendizajes virtuales.
Ya avanzado el semestre y luego vivido una adaptación a un nuevo sistema, comenzamos a ver los frutos de haber logrado sortear la gran ola: Contábamos con videos de apoyo a los contenidos desarrollados por los mismos docentes ese mismo semestre y subidos a la plataforma, disponible a nivel nacional. Teníamos reuniones periódicas por Teams con nuestras Escuelas para la mejora de los procesos formativos. Contábamos con apoyo de videos tutoriales por parte de la institución para el mejor uso de las herramientas disponibles. Los profesores ya teníamos armadas las redes de apoyo a través de Teams, Meet o grupos de WhatsApp para compartirnos las buenas prácticas o incluso las novedades sobre aquellos estudiantes con complicaciones de salud o de subsistencia.
Así mismo, los estudiantes armaban sus grupos de WhatsApp y drives para compartirse reflexiones y tips sobre las clases ya realizadas; pedían referencias bibliográficas virtuales para poder leer y algún dato sobre videos en YouTube o series en Netflix que trataran algún contenido visto en clases. Pero aún más emocionante fue ver cómo compartían su pantalla y avanzaban en la próxima presentación evaluada, luego de armar los grupos virtuales de trabajo en Collaborate. Quizás tan emocionante como tener algunos cursos con cerca del 90% de asistencia sincrónica, a pesar de todo.
Es así que, como docente, extraigo 7 aprendizajes fundamentales de la experiencia de las clases remotas:
1-El mundo siempre está cambiando y es nuestro mérito adaptarnos y ser capaces de cambiar aquello que nos incomoda.
2-La capacidad de contención psicoemocional es fundamental.
3-Internet no es un lujo, sino una necesidad estratégica clave para el desarrollo formativo y laboral de las personas.
4-La teleeducación entrega herramientas para el teletrabajo.
5-El aprendizaje colaborativo puede amplificarse mediante las herramientas digitales.
6-Las herramientas son importantes, pero lo es más el sentido de uso.
7-La colaboración es mejor que la competición.
Por último, si hay algo que ha sido fundamental, todo este tiempo, es la actitud frente al desafío, el querer seguir adelante, no solo a pesar de las circunstancias, sino que utilizándolas como insumo de motivación para continuar. De alguna forma, es lo que nos permite crecer.
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