El concepto de Educación Inclusiva ha comenzado a ser debatida a nivel mundial. La Educación históricamente ha sido considerada como la oportunidad para que los pueblos puedan avanzar en su progresión a sociedades más justas y desarrolladas. Sin embargo, sería este sistema funcional uno de los que reproduce las diferencias y exclusiones desde la primera etapa de la vida de las personas. La educación inclusiva como herramienta de transformación social nos demanda la construcción de espacios donde la igualdad deje de ser un eufemismo y se traduzca en acciones reales y concretas.
Octavio Paz[1] considera estos tiempos como tiempos de profundo desamparo espiritual y se podría añadir que son tiempos de incertidumbres, de grandes ansiedades, pero también son momentos para buscar en el diálogo con lo complejo, nuevos y originarios modos de estar en la Vida. El horizonte para este siglo es el aumento de la complejidad en la mayoría de los dominios posibles y la educación no escapa de este escenario. La realidad como representación cohesionada, coherente y unitaria del pensamiento cartesiano se fracturó y ha dado lugar a elaboraciones de lo real como fragmentaciones e incertidumbres. Hopenhayn[2] agrega “la materia de lo cotidiano se hace más aleatoria, menos previsible y menos planificable”. Probablemente los modos conocidos, los caminos ya recorridos han mostrado el equívoco de las rutas trazadas. La Enseñanza y la Educación, son parte fundamental de la construcción de saberes y los modos de existir y de convivir. “Los saberes nos ligan a los misterios del vivir, nos preguntan por lo individual y lo colectivo, nos interrogan sobre la creación cultural, nos separan e integran con la naturaleza, nos acercan y disimulan en las relaciones de poder, rozan en el goce, el placer, el amor, lo erótico, se internan en lo sombrío y escondido de las violencias” (Bello, 1997). Estas construcciones se institucionalizan y generan maneras o estilos de enseñanza (proceso de enseñanza-aprendizaje) que marcan ciertas épocas. Es así como, podemos identificar el nacimiento de la Escuela Moderna que estructura su saber, con un sujeto protagónico que es el maestro, una institución escolar organizada en un sistema y un proceso de organización y creación de programas y planes. Luego, en una segunda etapa el protagonismo se traslada al estudiante, especialmente sobre aquellos que se destacaban con calificaciones sobresalientes. Hoy en cambio, la educación se enfrenta a un nuevo debate. Los nuevos escenarios sociales están signados por cambios en la naturaleza de la producción del conocimiento y de los saberes, nuevas implicaciones en el mundo del trabajo y su connotación(es) en la vida cotidiana y social. Los medios de difusión van generando espacios inéditos de socialización y la informática -a un ritmo exponencial- introduce nuevos códigos inaugurando una época de procesadores cuánticos y los qbits. El mundo cambió otra vez, una revolución epistemológica y tecnológica tan acelerada que apenas nos damos cuenta. La noción de espacio se transformó y con esto las vivencias y las relaciones interpersonales, y se transforma asimismo el lenguaje, la comunicación de estar en la vida y en el mundo. Los sistemas de enseñanza reciben el impacto de estas nuevas realidades, pero ¿han incorporado esas realidades? ¿Hemos agudizado los sentidos para percibir estos cambios? La mayoría de los proyectos de las organizaciones educativas[3] señalan que éstos deben (a) desarrollar en las personas habilidades para la vida (b) preparación para la participación competitiva en el mercado laboral complejo y globalizado (c) contribución a mejorar la sociedad en términos de equidad (d) entregar herramientas para ser ciudadanos integrados y participativos; y sin embargo, es en el mismo contexto escolar donde surgen las primeras exclusiones/inclusiones desde el inicio de la vida escolar, dado que la entrega de las habilidades para la vida, herramientas laborales, la equidad y la integración ciudadana se entregan selectivamente a algunos en desmedro de otros. El informe del Desarrollo de la Educación en América Latina menciona: La cohesión social proviene de asegurar que la mayoría que permitan participar en procesos democráticos, civiles y económicos. (Corvalán, 2000), pero al establecer la distinción “la mayoría” que ocurre con la contraparte restante que conforma el todo, la diferencia, ¿el otro lado de la forma? Aquella minoría definida a partir de la mayoría incluida.
La diversidad es inherente a la naturaleza humana y posee el valor enriquecedor de la diferencia. La diversidad permite la emergencia de dos posturas antagónicas, por un lado, aquella que la asume como un hecho problemático, y por otro lado, las visiones donde la diversidad se configura como un fenómeno natural. La diversidad nos ha acompañado siempre en las diferentes etapas de la historia y el tratamiento que ha recibido se sitúa en un continuo, según palabras de Aguado Odina (2002), que va desde la negación misma de tales diferencias hasta su valoración como recurso educativo. Actualmente, encontramos a nivel teórico un marco conceptual en el que se defiende y valora la diversidad, aunque en la práctica se producen, y no en pocas ocasiones, acontecimientos que ponen de manifiesto lo lento del avance en este ámbito, no exento de retrocesos importantes.
Se entiende la Educación como el mecanismo más importante para que las personas sean capaces de incrementar su capital humano y llegar a desarrollar y capturar oportunidades para acceder a un empleo en sus trayectorias de vida. Entendemos como capital humano y capital cultural, los activos más importantes para participar de los códigos culturales y de las culturas organizacionales, que hoy en día, parecieran que apuntan a una serie de competencias y habilidades que actuarían como requisitos excluyentes y necesarios para acceder al mundo del trabajo y poder ser parte de este engranaje. La gran mayoría de los estudios orientados a esclarecer la relación entre educación y equidad social coinciden en centrar la atención en la educación como una condición indispensable. Se sostiene que quienes no tienen acceso a la educación carecen de aquellas competencias que habilitan para una inserción laboral exitosa. Como consecuencia de ello, estos sujetos excluidos del sistema educativo son además marginados respecto del principal mecanismo social de distribución de la riqueza – el mercado de trabajo – consolidando así uno de los modos de reproducción de las desigualdades en nuestras sociedades. Es un hecho innegable a la vista de tantas investigaciones académicas y estadísticas que quienes no acceden a una educación inclusiva tienen limitadas las posibilidades de un pleno ejercicio de sus derechos y de participación en la sociedad, lo cual se traduce en un debilitamiento de su condición de ciudadanos. La inclusión educativa está relacionada e influye en el acceso, la participación y logros de todas las personas que están en riesgo latente o inminente de ser excluidos o marginados por diferentes razones.
Se hace importante reflexionar y enfatizar en una distinción conceptual, integración educativa no es sinónimo de inclusión educativa. La atención de la integración se dirige y hace énfasis en el hándicap del individuo más que en cambiar la cultura organizacional y las prácticas de las organizaciones. En cambio, el enfoque de inclusión pretende atender desde la diversidad a la población de alumnos/as y eliminar la discriminación en todas sus formas de expresión en el interior de las aulas – y esperemos que fuera de ellas.
En el enfoque de la inclusión se enfatiza la transformación del sistema educativo y sus organizaciones, porque el progreso de todos los alumnos dependerá de las oportunidades y apoyos que se le brinden –o que no se briden- por lo que el mismo alumno puede tener dificultades en su aprendizaje y de participación en una organización educativa y no tenerlas en otra. Es justo reconocer que el movimiento a favor de la inclusión va más allá del ámbito educativo y se manifiesta también con fuerza en otros sectores como el laboral, salud, participación social, etc.; es decir, la preocupación en torno a la inclusión apunta claramente a todas las esferas que de algún modo tienen que ver con la calidad de vida de las personas y su ulterior desarrollo y participación como tales en una sociedad que probablemente mantendrá – en mayor o en menor grado- las exclusiones, estereotipos y/o estigmatizaciones que se heredan desde la infancia.
La inclusión educativa como concepto arroja luz sobre exclusiones sociales que han sido denominadas con diferentes rótulos o categorías a lo largo de la biografía del alumno, por ejemplo “fracaso escolar”, “alumno desertor”, “alumno vulnerable”, “alumno prioritario”, condiciones de discapacidad física, congénita, sensorial y cognitiva, Necesidades Educativas Especiales (transitorias y/o permanentes). La diversidad del mundo social que a menudo intentamos clasificar y que hoy -frente al desafío de la inclusión- debemos enfrentar con diálogos que nos permitan dejar fuera prejuicios y comenzar a pensar la organización educativa como una instancia inclusiva.
Transformar la cultura, la organización y las prácticas educativas de las organizaciones para atender a la diversidad de todo el alumnado que se enmarcan en un contexto amplio de la atención a la diversidad como un derecho fundamental consagrado en el compromiso de eliminación de todas las formas de discriminación y la igualdad de oportunidades. La transformación social requiere también el desarrollo de cambio de actitudes y conductas personales, con especial énfasis en las relaciones de poder al estar tanto la dimensión individual como la transformación de la sociedad interconectadas (Duhart, 2006). Tanto la estructura organizativa como la cultural de la escuela/liceo/Instituto/Universidad se interpela, se cuestiona y moviliza para pensar nuevos y creativos ajustes, modificaciones y cambios para atender no solamente las necesidades puntuales de un estudiante en particular, sino también de otros, que tienen historias de exclusiones. ¿Se puede transformar un sistema educativo que tradicionalmente ha segregado las diferencias en un sistema educativo inclusivo sólo por normativa? El desafío nos remece, debemos actuar. Se hace urgente y necesario repensar el lugar, los vínculos, las adaptaciones curriculares, la convivencia y las relaciones establecidas en dicho contexto, desde los propios actores que las construyen.
Atender a la diversidad implica un compromiso de la totalidad de los actores sociales involucrados. La introducción de programas no puede ser esfuerzos aislados o unilaterales. Es de suma importancia que la formación docente de pregrado y las ulteriores capacitaciones desarrollen y potencien -tanto a los docentes como a los colaboradores- herramientas concretas para implementar prácticas pedagógicas y extraprogramáticas nuevas y eficaces en términos inclusivos. La inclusión educativa no debe ser entendida como una norma o un discurso, sino como un proceso de interminable riqueza en formas para responder a la diversidad que favorezcan la convivencia con la diferencia y a aprender desde la diferencia y no haciendo énfasis en ella como una desventaja. De esta forma la diferencia, la exclusión tácita del otro, pierde el carácter siniestro o estigmatizado para convertirse en un rasgo dinámico y positivo, parte esencial de la convivencia social; un aprendizaje dialógico mediante la educación participativa desde las organizaciones educativas. Todo parece indicar que la producción, acumulación y circulación de saberes y conocimientos están coloreando de un modo diferente y multicontextual esta época y permiten al menos sospechar el derrumbe inevitable de las otrora grandes teorías educacionales, de estas cenizas emerge cual Fénix la invitación para comenzar a vivir, sentir y repensar desde la inclusión educativa.
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