¿Una sociedad en la que se ha normalizado poner en duda lo que hacen y afirman los otros es vivible? Da la impresión de que es posible. Inmediatamente, luego de desvelados los resultados de una investigación, cualquiera sea esta, se pone en duda su veracidad: algo se oculta, a alguien se busca proteger, los pedidos de perdón son artificiales. Las iniciativas del gobierno intentarían beneficiar a algún grupo de poder y por defecto perjudicar a alguien y, por otro lado, la oposición estaría habitada por antipatriotas que solo buscarían obstaculizar al gobierno de turno sin mediar el bien del país. Se huele un hálito conspirativo, incluso en las relaciones cotidianas del día a día: el otro me quiere perjudicar y yo no debo dejarlo.
El juicio crítico, dudar, escarbar es actuar con cordura. Nietzsche diría: “La objeción, la travesura, la desconfianza jovial, el gusto por la burla son indicios de salud: todo lo incondicional pertenece a la patología”. Sin embargo, nunca confiar y llevar al extremo el cuestionamiento, normalizarlo, se acerca más a un signo de una sociedad enferma: se ha perdido la confianza, porque ya no se actúa de buena fe, con honestidad. El otro ya no es honesto y en consecuencia no puedo creer en él.
¿Cómo llegamos a este punto? Lamentablemente, en demasiadas ocasiones han existido razones más que suficientes para actuar así, y nos estamos acostumbrando a ello. Estar viviendo sin confianza revela lo mal que lo hemos hecho. La desconfianza es síntoma de lo enferma que está la sociedad, pero no es la enfermedad en sí.
¿No sería posible vivir en una sociedad en la que pudiéramos confiar en el prójimo? Podríamos tener estudiantes que confían en sus profesores, o ciudadanos que confían en los políticos que los representan y en las instituciones que los deberían proteger. Chile podría ser justo, y todos vivir felices. En cambio, tenemos las cárceles atiborradas, no pocos sacerdotes abusadores, carabineros y políticos deshonestos, el segundo país de la OCDE con mayor porcentaje de suicidios adolescentes, altos niveles de depresión, sensación de inseguridad no solo física sino también vulnerabilidad por ser timados o defraudados, etc. Podemos ser ingenuos y confiar en que nuestros líderes y representantes son capaces de no ceder a la tentación y la concupiscencia, pero la evidencia muestra que han sido en numerosas oportunidades incapaces de hacerlo, y que al confiar salimos perjudicados como sociedad.
¿Qué podemos hacer para recuperar la confianza destrozada por la codicia y la lujuria?
Algunas posibilidades: seguir igual y sobrevivir en la guarida de nuestro entorno más seguro, o en su lugar, reconstruir la confianza desde cada uno de nosotros para poder volver a creer. La invitación es optar por seguir creyendo en el otro, por confiar en las personas, y sobre todo actuar con honestidad. Me rehúso a aceptar que nuestro país se haya transformado en el imperio de lo falso. No nos resignemos.
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