La pandemia del Coronavirus ha provocado muchos daños. Lamentablemente, la historia nos muestra que, a partir de los dolores, de las crisis, surgen muchos avances. Lo anterior nos obliga a estar atentos a las cosas que ocurren en nuestros tiempos, a focalizar y reflexionar sobre hacia dónde nos llevan los cambios y las pérdidas que estos provocan, para atender y entender el verdadero avance. En educación, la Pandemia nos llevó a realizar clases remotas, adaptarnos con rapidez, focalizar esfuerzos para que el proceso de enseñanza y aprendizaje se produjera (apoyo tecnológico a estudiantes y docentes, por ejemplo) y acelerar decisiones referidas a los signos de los nuevos tiempos, en búsqueda de la flexibilidad. No obstante, lo importante de esta línea reflexiva y de las acciones desarrolladas, ha sido más complejo detenernos a pensar sobre qué hemos perdido, sobre el impacto que este terremoto sanitario ha generado en educación y cómo nos impacta hasta el día de hoy.
En San Bernardo, durante el tiempo que nos mantuvimos en estado remoto, los indicadores más interesantes que pudimos observar es que al momento de desarrollar un retorno presencial focalizado hubo una altísima convocatoria y participación de los estudiantes y los docentes. Una línea de explicación puede buscarse desde las complicaciones de contexto para poder participar activamente del proceso de enseñanza y aprendizaje online. Sin embargo, cuando miramos en perspectiva, esta reacción positiva hacia la presencialidad sobreponiendo los resultados de permanencia posteriores, nos lleva a reflexionar si es necesario dar una mirada a la asignación de valor de las actividades presenciales post pandemia.
En el retorno presencial focalizado los estudiantes nos indicaban que necesitaban volver para socializar, compartir con sus compañeros, retomar contacto con los amigos, saber de sus profesores y realizar las actividades ahí, en la práctica. Si bien es cierto, la educación, en definición y esencia es, definitivamente, esta tiene un alto componente que la hace devenir siendo. En otras palabras, la educación requiere de conceptos, abstracciones, definiciones, pero no se le asigna total valor si estos no son actuados, practicados, más aún en el marco de la educación vocacional. Este componente presencial, para nuestros estudiantes, era muy valorado, no solo por el aprendizaje práctico, sino por el aprendizaje en relación con otros, entendiendo al otro como un igual (aprendizaje simétrico) o un maestro (aprendizaje asimétrico).
En este sentido, me parece relevante orientar la reflexión post pandemia hacia el valor que hoy se le asigna a la presencialidad, y la que le debiéramos asignar, como parte inherente de la educación y la formación, pues las clases y actividades presenciales no pueden mantenerse iguales al mundo anterior al 2019. Los componentes prácticos de las asignaturas que se desarrollan en aulas y talleres suelen tener lineamientos claros en búsqueda de las actividades a realizar en ese momento de formación ahí, pero los componentes teóricos hoy están más exigidos para salir de la abstracción para mantenerse en la nueva realidad y exigencia de lo presencial. Es urgente reflexionar, en nuestra acción docente, qué cambió en la valoración de lo presencial, qué motiva y no motiva al estudiante para trasladarse al aula a primera hora de la mañana, o dejando de trabajar o tarde en la noche. Que valoro en esa asistencia, en esa presencialidad y a que cambios me obliga en mi práctica docente. El estudiante hoy se pregunta: ¿Para qué vengo? ¿Cómo salgo de esta clase? ¿Me he transformado? ¿Se apalanca, en lo presente – no en la promesa futura – mi proyecto de vida?
Estas reflexiones deben ser vistas como reflexiones y metacogniciones profesionales docentes, pues de esta forma podremos ofrecer nuevas estrategias formativas significativas que impacten positivamente los proyectos de vida de nuestros estudiantes. Estamos convocados a guiar la formación integral como un modelo a seguir, adaptándonos a los cambios que el mundo experimenta, adecuando nuestra práctica docente a los nuevos tiempos y contextos culturales para facilitar el proceso de enseñanza aprendizaje a través del fortalecimiento de una relación sólida y llena de significado con los estudiantes.
Cuando reflexionamos, en conversaciones con docentes de la sede San Bernardo, sobre el valor de la presencialidad, hemos definido espacios de pérdidas a recuperar en la Pandemia y el tremendo significado que tenían antes y no les asignábamos el valor potente que hoy, de cara a este análisis le damos. Espacios como el pasillo, el caminar juntos, alumnos, alumnas y maestros, es un momento de integración del aprendizaje, de reflexión sincera en la cual un estudiante inquiere más, consulta dudas, propone alternativas que no quiso, por distintas razones, dar en la clase o en público. Es en ese momento cuanta el estudiante que camina con nosotros está abierto al aprendizaje, está totalmente dispuesto a la enseñanza significativa pues hay duda o curiosidad.
La Pandemia nos quitó el pasillo, el café en el patio, espacios de docencia especiales que debemos recuperar. Otro momento que relevamos es el cierre de la clase, cuando el docente toma o guarda sus cosas lentamente y permite que los estudiantes se acerquen, en grupo o individualmente a conversar a internalizar las enseñanzas, a poner ejemplos. Estos momentos, estos espacios, son los que el mundo remoto u online nos invita a valorar hoy, preguntas como estas nos centran en lo nuevo de la resignificación de lo presencial. Espacios en el que no solo habitaba el docente, el alumno y alumna para darnos al saber, saber hacer, sino que para ser y convivir. Y tú, que lees esta columna, ¿qué espacios presenciales revalorizas hoy?, ¿qué preguntas te harías sobre el valor de la presencialidad?, ¿Qué prácticas debiéramos dejar de lado en la práctica presencial actual para que nuestros estudiantes se motiven a trasladarse y estar activos en la construcción del saber?
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