Los paradigmas tradicionales asociados a educación tienden a construir al individuo desde una mirada unidimensional, vale decir, el proceso de comprensión que hacen de este es focalizado, otorgándole un mayor nivel de relevancia, por ejemplo, a los procesos cognitivos implicados en el aprendizaje. No obstante, y en la medida que los estudios e investigaciones han ido avanzando en este ámbito, se ha hecho posible vislumbrar que en términos de la formación académica de una persona influyen múltiples factores, tanto internos como externos, por lo mismo, han surgido nuevos enfoques asociados a la formación educacional. Entre estos salen a la luz aquellos que incorporan el componente emocional como un elemento de alta relevancia en la construcción de aprendizajes y adquisición de competencias, asumiendo que los procesos de enseñanza y aprendizaje son de carácter constructivo, social y también emocional.
Lo afirmado con anterioridad, se vincula directamente con algunas ideas planteadas por teóricos que han trabajado en el área, entre ellos Edgar Morín, quien afirma que el ser humano tiene una identidad compleja, por lo tanto, en las instancias de aprendizaje tiene que ser consciente de los aspectos que componen esta complejidad y esto implica conocer emociones y sentimientos cuando aprende (Morín, 2002). Pese a esto, la dimensión emocional es un área poco atendida en la práctica docente, pues en algunas ocasiones las reacciones de los estudiantes se fundamentan o tienen su génesis en este aspecto y no responden, en ningún caso, a la interpretación que comúnmente se le otorga a ciertas situaciones que ocurren en el contexto de la sala de clases, vale decir, acciones negativas inmediatas asociadas a desidia, apatía o irresponsabilidad.
En conformidad con los planteamientos realizados, es importante que, en los espacios formativos, se comprenda al estudiante de manera compleja e integrada, en palabras de Morín (2002): “El ser humano es a la vez, físico, biológico, psíquico, cultural, social, histórico. Esta unidad compleja de la naturaleza humana es la que está completamente desintegrada en la enseñanza a través de las disciplinas y la que imposibilita aprender lo que significa ser humano. Es necesario restaurarla, de modo que cada uno, donde sea, adquiera conocimiento y tome conciencia a la vez de su identidad compleja y de su identidad común con todos los otros humanos.” Dado esto, es que como docentes de una institución inclusiva, cuyos principios que fundamentan el proyecto educativo y formativo están en relación con formar personas, se hace necesario, como ya ha sido declarado en diversas instancias, posicionar siempre al estudiante en el centro del quehacer docente, entendiendo, a su vez, a este como un ser complejo que al momento de construir sus aprendizajes están también actuando sobre una serie de factores que incidirán en la tarea de cumplir con una meta asociada a la formación técnico-profesional. Por lo mismo, desde el ejercicio de la docencia es importante ser consciente de estos elementos e integrarlos en la implementación de la enseñanza y concretamente en la diversidad de estrategias didácticas, evaluativas y de interacción que forman parte del actuar docente en el aula.
Finalmente, y con motivo de alcanzar lo señalado de manera previa, es altamente importante el desarrollo de procesos de diálogo con los estudiantes, los que vayan más allá de espacios de interacción epistémica, vale decir, asociados a la construcción de conocimientos. Esto significa también, que se deben desarrollar instancias que permitan el reconocer tanto las fortalezas como las debilidades de cada estudiante, de tal manera que esta información se pueda traducir, con posterioridad, en acciones concretas que posibiliten el logro de los aprendizajes, por ejemplo, adaptando las actividades de aula y orientándolas, además de desarrollar competencias disciplinares, al reconocimiento propio como un sujeto único, complejo y constituido por diversos componentes que lo hacen ser irrepetible. Asimismo, esto tendrá que estar presente en los procesos de evaluación para el aprendizaje, dónde cada estudiante sea capaz de reflexionar respecto de su propio ser y hacer y de cómo esto ha logrado influir en el logro de una meta de aprendizaje. De este modo, en alguna medida, se estará propiciando el desarrollo integral de la persona, y posibilitando el logro de competencias desde su tridimensionalidad, esto es, desde el saber, el hacer y el ser.
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