18 de Diciembre, 2017

El cambio generacional de nuestros estudiantes: un desafío invariable

Carla Yohanna Perozzo Castro

Carla Yohanna Perozzo Castro

Docente Carreras de Marketing y Recursos Humanos, sede Plaza Vespucio Duoc UC

6 minutos de lectura

Hace años cuando ingresé a la universidad, recuerdo que una de mis grandes inquietudes era la de conocer a mis profesores y sobre todo aprender de ellos lo más posible.  En aquellos días, los maestros eran catedráticos que nos miraban desde su estancia, muy compuestos y estoicos, a los que escuchábamos atentamente desde nuestros pupitres, en completo silencio y percibíamos como el centro absoluto del saber. La verdad, eso me parecía lo indicado, como debía ser. Lo vivimos desde la infancia. Al final, nosotros solo debíamos estar atentos, escribir hasta el respiro y estudiar. Éramos aceptantes.

Treinta años después, mi realidad es radicalmente inversa. Me encuentro siendo yo quien imparte el conocimiento a jóvenes que no solo son diametralmente opuestos a los de mi generación (la famosa X) sino que además van cambiando de forma vertiginosa año a año. Una verdadera vorágine. Y es que pareciera como si la tecnología fuera el lazarillo que moldea el comportamiento de las nuevas generaciones. Los entretiene, los educa, los informa, los retiene, los mantiene vivos. Es entonces cuando nosotros, los docentes, aquellos que en nuestra juventud fuimos receptivos pasivos, debemos comenzar no solo a conocer en profundidad a estas nuevas personas que cada día nos enseñan quiénes son, sino que estar a la altura de sus expectativas. Cosa que jamás experimentamos en nuestros días como estudiantes.

Y sus expectativas se centran en ser el sustento de la familia, en ser el primero de su generación en recibir un título, en poder desarrollarse en aquello que les gusta verdaderamente y vivir lo mejor posible. Pero paralelamente, sus mentes estimuladas cada minuto por la enajenación tecnológica, por los videos, las fotos, los comentarios y los me gusta, están en constante abstracción del mundo real.  Eso nos obliga a replantear constantemente nuestras prácticas en el aula. Nos hace reflexionar frente a nuestra labor y cómo cada día debe ser un mundo nuevo de enseñanzas para nuestros expectantes alumnos.  Son ellos quienes nos muestran cómo ser los maestros de su generación.

Los estudiantes que tenemos hoy en el aula nos obligan a ser más creativos. Se aburren con facilidad, son dispersos y quieren una recompensa instantánea. Si durante los primeros quince minutos de clase no los atrapamos, los perdemos. Pero eso sí, son intuitivos, cuestionadores, quieren explorar, dicen lo que piensan y tienen cómo refutar. Una combinación nada fácil de abordar. Entonces cada día se convierte en un nuevo desafío, una nueva experiencia que debe ser vivida a cabalidad, observando detenidamente su comportamiento, escuchando sus ideas, preguntando su opinión.  Ya no somos el centro del saber. Hemos migrado a otra dimensión que ha llegado para quedarse: Esa donde nuestros jóvenes han conseguido un lugar preponderante en el proceso del aprendizaje.

De esta forma, nos enfrentamos día a día a mentes abiertas cuyos pensamientos pueden ser leídos por todos, cuya opinión determina las tendencias sociales, políticas y económicas de manera crucial, cuyo sentir va cambiando vertiginosamente y las influencias del mundo moderno moldean su autoestima. Debemos entonces estar a la altura de las circunstancias. Si bien, el mundo ha dado un giro radical en lo que llamamos sed de conocimiento, seguimos siendo referentes. Un espejo a través del cual nos vemos reflejados en ellos y ellos en nosotros. El impacto es mutuo y requiere de una gran responsabilidad.

Nuevas demandas

Si bien en nuestra época el método educativo se adaptaba a quienes fuimos, estábamos viviendo inconscientemente una época más racional. Fuimos hijos del rigor y eso nos obligaba a manejar las situaciones desde una perspectiva más ligada a la razón. No teníamos voz ni voto en las decisiones (cualquiera que estas fuesen) de los adultos, incluyendo obviamente a nuestros maestros.  Nuestro pensamiento estaba enfocado en el trabajo. Esas eran nuestras expectativas: estudiar una carrera con el propósito de conseguir un trabajo para poder sustentar una familia de pocos hijos y crecer profesionalmente. John D. Miller, coautor de un estudio realizado por la Universidad de Michigan, indica que nuestra generación fue moldeada para conseguir éxito en la vida a través de una educación más enfocada a la penetración al mundo laboral que otra cosa. Nuestros maestros entonces hicieron lo suyo a través de metodologías convergentes, lineales.

Hoy, nuestros estudiantes ya no solo escuchan. Quieren ser escuchados. No solo responden, hablan, conversan, quieren expresarse a como dé lugar. Quieren sentirse integrados y quieren interesarse en lo que están aprendiendo. Quieren ser felices. En los últimos 5 años, mis estudiantes han perseverado en esa actitud y cada vez con más ahínco. Requieren de nuestra atención y pretenden establecer lazos más allá de lo meramente intelectual. Su enfoque va por ser primero personas para luego ser profesionales. Y es en este punto donde la misión de Duoc deja entrever el verdadero sentido de enseñar. Estamos formando personas integrales, ávidas de afecto, que necesitan forjar valores y agradecen ser atendidos.

Esta nueva generación demanda una educación basada en el cariño, en la empatía y por qué no, en el sentido del humor. Les gusta reír, son impulsivos y muy capaces de distinguir hasta dónde llegan los límites y de seguir indicaciones apostando por nuevas ideas, siendo propositivos y requiriendo de disciplina, método y compromiso. Pero esto solo ocurre en la medida en que nosotros, los docentes, entreguemos lo que ellos necesitan: firmeza y cariño. Un matrimonio eficaz a la hora de establecer esa relación trascendental que construimos con nuestros educandos.

Desde aquellos días en la universidad, sentada silenciosa en mi pupitre, supe que algún día sería docente. Pero fundamentalmente trataría de ser la maestra que siempre quise tener. Y es en ese punto donde dejo establecido mi propósito siendo amparada por la razón de ser de la institución: la formación de personas. De buenas personas.

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