He querido compartir con ustedes algunas reflexiones producto de las lecturas que hemos llevado a cabo en este proceso de actualización iniciado hace tres años atrás.
Hablar hoy de educación no es fácil. Si al tema, además, le agregamos un ingrediente de carácter antropológico o religioso, la situación se complica aún más. Asimismo, como señalaba hace unos años el sociólogo e historiador Cristopher Dawson, “Cualquiera admite hoy día que el mundo no anda bien, y los que critican al cristianismo son precisamente los más descontentos. Los más ansiosos de cambiar el mundo son los que atacan con más violencia la religión; y si atacan al cristianismo es porque lo juzgan como un obstáculo para una verdadera reforma de la vida humana. Pocas veces en la historia han estado los hombres tan descontentos de la vida ni tan conscientes de la necesidad de una liberación; y si abandonan el Cristianismo es porque sienten que está al servicio del orden establecido y que no tiene poder real ni siquiera voluntad de cambiar el mundo y libertar al hombre de sus dificultades presentes”[1].
Esto ha terminado por debilitar completamente los fundamentos de nuestra propia cultura, resintiendo sus propios cimientos. Por lo mismo no basta que los católicos se limiten a salvaguardar a un grupo “privilegiado” o a una “minoría católica”. Según el mismo Dawson, “Si desean conservar la educación católica en una sociedad secularizada –como la nuestra– tienen también que hacer algo con la educación no católica. El futuro de la civilización depende de la suerte que corra la mayoría, y mientras no se haga nada para contrarrestar la tendencia actual de la educación moderna, el espíritu de las masas tiende a hacerse cada vez más ajeno a toda la tradición de la cultura cristiana”[2].
Por otra parte también ha existido la ilusión desde distintos sectores de plantear una suerte de educación ideal: una educación que superara todas las diferencias y dificultades con las que se puede enfrentar el hombre. Estos planteamientos se hicieron especialmente populares desde el surgimiento de la llamada “ilustración radical” del s XVIII (término acuñado por Jonathan I. Israel).[3] Básicamente eran la materialización de una suerte de «receta mágica» que llevaría al hombre a su perfección, marginando a la fe de esta solución. Así nos podemos encontrar con casos extremos como las escuelas nazis y soviéticas en el siglo XX, o más recientemente, con la pretensión de mejorar la raza humana eliminando la distinción y complementariedad existente entre hombre y mujer, o eliminando también a los sujetos más débiles, los que están por nacer. Según Vittorio Messori, “La no aceptación del mundo tal cual es, el sueño de lograr su perfección si se organizase «según la razón», ha acompañado desde siempre la Humanidad. Incluso la antigüedad clásica se cimentó en célebres obras «utopistas», pero, en cambio, y a diferencia de que lo que ha sucedido después, en los siglos «modernos», en esa época nadie pensó en traducir o dejar que se tradujesen en la práctica aquellos proyectos, considerados como puras abstracciones, como una especie de gimnasia mental tan elegante como inocua[4]. Ni si quiera el cristianismo «auténtico» se propuso construir aquí y ahora «el mundo perfecto»… el corazón de la esperanza cristiana es el anhelo de «tierras nuevas y cielos nuevos», pero que se alcanzaran al final de la historia”[5].
El italiano Rino Cammilleri, en su libro Los monstruos de la razón, ha señalado con respecto a este mismo tema que “La Iglesia ha predicado siempre cómo debería de ser el hombre, pero comenzando por aceptarlo tal cual es”[6]. Agrega luego Messori, “hacer del mundo un monasterio en que todos practicasen todas las virtudes equivaldría a transformarlo en una inmensa prisión en donde lo más que se podría conseguir sería el triunfo de la hipocresía. Eso es lo que, por fortuna, ha creído siempre la Iglesia católica que, sin embargo, ha engendrado en su seno, generación tras generación, y con una constancia extraordinaria, «instintos de perfección»: órdenes, congregaciones, compañías, en las que hombres y mujeres viven la «utopía», intentan anticipar en el mundo lo que finalmente constituirá la norma cuando el mundo mismo y su historia se hayan consumado”.
De la misma manera, un número importante de estos ideólogos de las utopías no supieron, al igual que mucho de sus contemporáneos, que al eliminar la fe como elemento esencial del hombre, debilitaban la propia razón. Como dijera Chesterton, “en tanto que la religión marche, la razón marcha. Porque ambas son de la misma primitiva y autoritaria especie. Ambas son métodos que prueban y no pueden ser probados. Y en la acción de destruir la idea de la autoridad divina, hemos destruido sobradamente la idea de esa autoridad humana, por la cual podemos abreviar una división muy larga. Con rudo y sostenido tiroteo, hemos querido quitar la mitra al hombre pontificio, y junto con la mitra le arrebatamos la cabeza”[7]. Juan Pablo II expresaba algo semejante con otras palabras: “Es necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: [este es] el eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo (…) Quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida[8]”.
Asimismo, volviendo a Chesterton, podemos señalar que “…el intelecto humano es libre de autodestruirse. Tal como una generación podría impedir la existencia de la generación siguiente, recluyéndose toda en monasterios o arrojándose al mar; así un núcleo de pensadores puede impedir, hasta cierto punto, los pensamientos subsiguientes, enseñando a la nueva generación que no existe validez en ningún pensamiento humano. Sería cargoso hablar siempre de la alternativa entre la razón o la fe. La razón en sí misma es un objeto de la fe. Es un acto de fe afirmar que nuestro pensamiento no tiene relación alguna con la realidad”[9].
¿Pero qué sentido puede tener plantearse todas estas dudas existenciales? ¿Podría, acaso, afectar el sentido de nuestra existencia? El psiquiatra Viktor Frankl nos deja claro que no es el hombre el que se plantea el sentido de sus existencia, sino muy por el contrario “(…) sucede al revés: el interrogado es el propio hombre; a él mismo toca dar la respuesta; él es quien ha de responder a las preguntas que eventualmente le vaya formulando su propia vida; sólo que dicha respuesta será siempre una respuesta objetivada en los hechos: solamente en la acción, en el actuar, pueden encontrar respuesta verdadera las «preguntas vitales»; esta respuesta se da en la responsabilidad asumida en cada caso por nuestro ser. Más aún, el ser sólo puede ser «nuestro» en cuanto es un ser responsabilizado” [10]. “Ahora bien, la responsabilidad de nuestro ser no lo es solamente «en la acción», sino tiene que también serlo forzosamente «en el aquí y ahora», en la concreción de esta o aquella persona y de esta o aquella situación suya en cada caso. Para nosotros, pues, esta responsabilidad del ser es siempre una responsabilidad… [en situación]” [11]. Así, “…el ser responsable o, en su caso, el tener responsabilidad es la base fundamental del ser hombre en cuanto que constituye un algo espiritual, y no meramente impulsivo; el análisis existencial tiene por objeto el ser hombre precisamente no como ser impulsado, sino como ser responsable; dicho de otro modo, la existencia (¡espiritual!)” [12].
A pesar de lo anterior, alguno podría defender racionalmente la posibilidad de una educación neutral o laica. Pero ¿se puede practicar una educación neutral o laica?
El profesor J.H.H. Weiler de la Universidad de Nueva York, quien además es judío, ha señalado que “existe el convencimiento ingenuo de que (…) para ser verdaderamente neutral, [se] tiene que practicar la laicidad. Esto es falso por dos razones. Si la solución (…) se define como una elección entre laicidad y religiosidad, está claro que no existe una postura neutral tomando una alternativa entre dos opciones. Una [institución] que renuncie a cualquier simbología religiosa no manifiesta una postura más neutral que un[a institución] que se adhiera a determinadas formas de simbología religiosa[13]. Así, “excluir la sensibilidad religiosa (…) no es realmente una opción agnóstica; no tiene nada que ver con neutralidad. Significa simplemente privilegiar (…) una visión del mundo respecto a otra, haciendo que todo esto pase por neutralidad”.[14]
Duoc UC desde sus orígenes fue consciente de esta realidad, como se trasluce en el discurso pronunciado por Don Juan de Dios Vial Correa, el 29 de octubre de 1998, con ocasión del trigésimo aniversario de nuestra institución educativa, ahí señalaba “creemos que este mundo secularizado está enfermo de falta de sentido, de falta de respuestas a las grandes preguntas del porqué del hombre y de la vida. Y a esas preguntas no se les puede dar respuestas que valgan solo para los individuos, sino respuestas que valgan para la sociedad. El Señor y la Iglesia nos han confiado la entrega de una propuesta, una propuesta práctica de acción y dedicación. No queremos, por cierto, imponer nada; pero estamos seguros de que sin instituciones de educación católica nuestra sociedad perdería su norte y su sentido[15]”.
Por este motivo, desde los primeros años Duoc UC quiso ofrecer a sus alumnos, como expresa nuestra misión, una formación en el ámbito técnico y profesional, con una sólida base ética inspirada en los valores cristianos, capaces de actuar con éxito en el mundo laboral y comprometido con el desarrollo de la sociedad.
Para ello, desde el inicio ofrecimos a nuestros alumnos una formación ética y en la fe a través de diversas asignaturas como parte de nuestra impronta institucional. El Programa ha evolucionado en el tiempo, se ha estructurado e institucionalizado, con la creación de los Programas de Ética y Formación Cristiana, y la Dirección que las engloba, las coordinaciones a nivel central y en las Sedes, pero en este proceso, siempre ha estado presente el mismo objetivo, que es el de contribuir en la formación integral de nuestros alumnos y así colaborar en el mandato de nuestro Proyecto Educativo de buscar la “formación iluminada por la fe que prepare personas con un juicio racional y crítico, conscientes de su dignidad trascendente” (PE Duoc UC, 2015).
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