La Educación Superior Técnico-Profesional en Chile se encuentra en un punto de inflexión histórico. Mientras la universidad sigue dialogando con tradiciones disciplinares que se remontan al siglo XIX y en algunos aspectos a siglos anteriores, los Institutos Profesionales (IP) y Centros de Formación Técnica (CFT) en los últimos años se han consolidado como un componente estructural del sistema de educación superior, con una matrícula masiva y un impacto creciente en la movilidad social y en la competitividad del país. Sin embargo, seguimos describiendo este subsistema con categorías pensadas para otro tipo de institución, otra lógica de producción de conocimiento y otra relación con el trabajo. Esa disonancia conceptual es el núcleo del problema: intentamos juzgar un árbol frutal con los criterios de un jardín botánico.
Cuando miramos con detención el mundo TP, aparecen diferencias muy nítidas respecto de la educación universitaria: en el origen de las carreras, más directamente ancladas en oficios técnicos y aplicados en contextos reales, es decir, en sectores productivos y servicios concretos; en las competencias laborales que se valoran, fuertemente situadas en contextos específicos; en los actores que participan en el diseño curricular, donde el empresariado, los gremios, las comunidades locales y los propios trabajadores debieran tener un lugar estable. A esto se suma un mercado estudiantil marcado por la primera generación en educación superior, trayectorias educativas interrumpidas, necesidades de conciliación trabajo–estudio y expectativas muy concretas de empleabilidad y mejoramiento de ingresos. Todo ello indica que no estamos ante un subtipo de universidad, sino ante otra forma de educación superior, con una identidad propia.
Esta intuición ha sido reconocida también en el plano internacional. La OCDE ha mostrado que la educación terciaria profesional constituye, en muchos países, un sector diferenciado, con programas de corta y mediana duración fuertemente orientados a la práctica y con una relación estructural con el mercado de trabajo (OCDE, 2014). A la vez, los perfiles elaborados por Unesco-Unevoc para los sistemas de formación técnico-profesional subrayan la necesidad de alinear esta oferta no solo con las demandas productivas, sino con las expectativas, capacidades y condiciones de vida de quienes se forman en ella (Unesco-Unevoc, 2019). En el caso chileno, ambos enfoques convergen en una idea de fondo: la ETP no puede ser tratada como un apéndice más flexible del sistema universitario, porque su razón de ser, sus públicos y sus lógicas de funcionamiento son distintas.
Comprender esa especificidad no es solo un ejercicio descriptivo, sino también epistemológico. Hace ya tres décadas, Gibbons y sus colegas hablaron del llamado Modo 2 de producción de conocimiento: un conocimiento generado en contextos de aplicación, transdisciplinario, heterogéneo, socialmente distribuido y sometido a criterios de calidad más amplios que la publicación académica tradicional (Gibbons et al., 1994). Si tomamos en serio esa tesis, los IP y CFT aparecen como espacios privilegiados de este Modo 2: ahí donde estudiantes, docentes, empresas y comunidades co-construyen soluciones para problemas concretos desde la mantención industrial y la logística hasta el turismo sostenible o la atención técnica en salud, se produce conocimiento profesional que no encaja del todo en los moldes universitarios clásicos, pero que es indispensable para el desarrollo del país.
Desde otra perspectiva, Burton Clark (1983) mostró que los sistemas de educación superior se configuran en la tensión entre tres polos: el Estado, el mercado y la oligarquía académica. En el caso de la educación TP chilena, ese triángulo adopta formas particulares: un Estado que regula con creciente detalle la calidad y la acreditación; mercados educativos sensibles a la situación económica de las familias y del empleo; y comunidades académicas que se definen menos por la investigación disciplinar y más por su saber hacer profesional, por su cercanía con procesos productivos y servicios. Esto obliga a repensar las categorías con que interpretamos la autonomía, la pertinencia, la calidad y hasta la excelencia en este sector.
A ello se suma la conocida reflexión de Martin Trow (1973) sobre el tránsito desde sistemas de educación superior elitistas a sistemas de masas y, finalmente, universales. La educación técnico-profesional chilena se mueve claramente en la lógica de masas y empuja, en algunos territorios y sectores, hacia la universalización de oportunidades de formación postsecundaria. Pretender gestionarla con herramientas pensadas para sistemas pequeños y selectivos como el universitario, centrados en la investigación académica, es desconocer su propia naturaleza y, al mismo tiempo, limitar su potencial inclusivo.
Si queremos entender qué es la educación técnico-profesional, su origen, sus fines, su caracterización y sus aportes concretos a la configuración de la educación superior chilena, necesitamos estudios sistemáticos, especialmente cualitativos. No bastan los indicadores de matrícula, titulación o empleabilidad. Urge investigar la experiencia de los estudiantes, las culturas pedagógicas de los docentes TP, las tensiones entre pertinencia productiva e inclusión social, las trayectorias laborales de los egresados, entre otros tópicos de relevancia. Sin esa comprensión fina, corremos el riesgo de importar modelos de aseguramiento de la calidad, de gobernanza o de innovación curricular que fueron concebidos para otras realidades educativas.
En este punto, la pedagogía crítica de Paulo Freire ofrece un recordatorio imprescindible: incluso en contextos fuertemente orientados al trabajo, la educación no puede reducirse a solo un adiestramiento técnico: debe permitir leer críticamente el mundo para transformarlo (Freire, 2005). Si la inclusión socioeconómica es un valor esencial en la ETP, la pregunta no es solo cuántos estudiantes vulnerables ingresan o se titulan, sino qué tipo de ciudadanía y de capacidad transformadora se construye con ellos en los talleres, laboratorios y aulas.
El desafío se vuelve aún mayor cuando incorporamos la mirada de Zygmunt Bauman sobre la “modernidad líquida” (Bauman, 2000). En un mundo en que las ocupaciones cambian rápidamente, las tecnologías se vuelven obsoletas en pocos años y las biografías laborales combinan empleos formales, informales y emprendimientos, ¿tiene sentido seguir organizando los estudios en carreras rígidas de larga duración, diseñadas bajo paradigmas del siglo XIX o XX? ¿No necesitamos, precisamente en el ámbito técnico-profesional, formas más flexibles, modulares y escalables de organizar el saber y de certificar competencias?
Aquí aparecen las preguntas centrales: ¿existirán otras alternativas pedagógicas de organizar el saber para formar competencias proclives al éxito laboral personal? Y si existen, ¿cuáles serían los modelos o qué se debería hacer para repensar el modelo de carreras actualmente vigente?
La respuesta es afirmativa: sí existen otras alternativas. Y la educación TP chilena está especialmente bien situada para pilotearlas. Podemos imaginar, al menos, cuatro grandes líneas de innovación.
Primero, las trayectorias modulares y apilables. En vez de carreras largas, monolíticas, podemos avanzar hacia rutas formativas compuestas por módulos, certificaciones intermedias y microcredenciales que se acumulen a lo largo del tiempo. Esto permite ingresar, salir y reingresar según los ciclos de vida y de trabajo, facilita la actualización permanente y abre la posibilidad de construir perfiles de egreso más personalizados, sin perder estándares de calidad ni claridad de propósito (OCDE, 2014).
Segundo, los modelos duales y de alternancia reforzada, donde los límites entre aula y empresa se vuelven porosos. La literatura internacional es clara al mostrar que los sistemas que integran de manera sistemática el aprendizaje basado en el trabajo (work-based learning) logran mejores resultados de inserción laboral y pertinencia de competencias, siempre que exista una gobernanza compartida de la calidad formativa en los lugares de trabajo (OCDE, 2010; 2014). En Chile, como lo muestra Duoc UC, hemos avanzado en prácticas, convenios y experiencias duales, pero todavía estamos lejos de una concepción en que la empresa sea reconocida explícitamente como espacio formativo co-responsable, con tutores formados y con criterios claros de evaluación.
Tercero, los modelos curriculares organizados en torno a problemas y desafíos, más que en asignaturas fragmentadas. En esta lógica, los estudiantes abordan proyectos interdisciplinarios que articulan saberes técnicos, competencias socioemocionales y reflexión ética sobre el impacto de la tecnología, trabajando en equipos, dialogando con usuarios reales y con actores territoriales. Una formación de este tipo responde mejor a la incertidumbre de la modernidad líquida descrita por Bauman (2000), porque entrena capacidades de aprender, desaprender y reaprender, más que solo dominar procedimientos cerrados.
Cuarto, una mirada ecosistémica basada en la “triple hélice” Subsector TP–empresa–Estado y, cada vez más, en una “cuádruple hélice” que incluye a la sociedad civil y los territorios (Etzkowitz & Leydesdorff, 2000). En este enfoque, los IP y CFT dejan de concebir sus carreras como ofertas aisladas que compiten por matrícula y pasan a entenderse como nodos de un sistema de innovación y desarrollo local. Las mallas curriculares, las prácticas, los proyectos de título y la formación continua se articulan con agendas de desarrollo territorial: reconversión laboral, digitalización de pymes, transición energética, cuidados de larga duración, turismo sostenible, entre muchos otros.
Todo esto exige también cambios en la organización interna y en los modelos de gestión institucional. Inspirados en Trow (1973), podríamos decir que la educación TP ha empujado al sistema chileno hacia formas de acceso masivo y, en algunos ámbitos, casi universal; sin embargo, nuestras estructuras de gobierno TP, financiamiento y aseguramiento de la calidad siguen ancladas en un imaginario elitista propiamente universitario de la educación superior. Si no actualizamos ese marco, las innovaciones curriculares que imaginamos quedarán atrapadas entre exigencias normativas pensadas para otras realidades.
Finalmente, si aceptamos que la educación técnico-profesional es un componente estructural de la educación superior chilena, entonces IP y CFT no pueden ser solo usuarios de conocimiento producido por otros. Necesitamos construir nuestras propias comunidades académicas y de práctica, con agendas de investigación aplicada, estudios de seguimiento de egresados, análisis de trayectorias laborales, etnografías de aula y de taller, evaluaciones de impacto de modelos duales, modulares o por desafíos. En otras palabras, producir conocimiento sobre aquello que mejor conocen: la formación para el trabajo en contextos reales, con estudiantes de carne y hueso y con historias de vida atravesadas por la desigualdad, el esfuerzo y la búsqueda de dignidad.
Pareciera entonces que la tarea es doble y desafiante. Por un lado, afirmar con nitidez la identidad propia de la Educación Superior Técnico-Profesional en Chile: sus orígenes, sus fines, su forma específica de entrelazar conocimiento, trabajo e inclusión social. Por otro, atreverse a imaginar y a pilotear modelos pedagógicos y curriculares que rompan con el paradigma de la carrera lineal del siglo XIX. Si lo hacemos con rigor intelectual, con investigación sistemática y con diálogo honesto entre instituciones, empresas, territorios y estudiantes, la ETP no será solo una puerta de entrada al empleo para quienes no accedieron a la universidad, sino un espacio de excelencia, innovación e inclusión capaz de enfrentar, con creatividad y sentido de justicia, los enormes desafíos tecnológicos y sociales del futuro.
Referencias
-Bauman, Z. (2000). Liquid modernity. Polity Press.
-Clark, B. R. (1983). The higher education system: Academic organization in cross-national perspective. University of California Press.
-Etzkowitz, H., & Leydesdorff, L. (2000). The dynamics of innovation: From national systems and “Mode 2” to a Triple Helix of university–industry–government relations. Research Policy, 29(2), 109–123.
-Freire, P. (2005). Pedagogía del oprimido (11.ª ed.). Siglo XXI. (Trabajo original publicado en 1970).
-Gibbons, M., Limoges, C., Nowotny, H., Schwartzman, S., Scott, P., & Trow, M. (1994). The new production of knowledge: The dynamics of science and research in contemporary societies. SAGE.
-Organisation for Economic Co-operation and Development. (2014). Skills beyond school: Synthesis report (OECD Reviews of Vocational Education and Training). OECD Publishing.
-Trow, M. (1973). Problems in the transition from elite to mass higher education. Carnegie Commission on Higher Education.
-Unesco-Unevoc. (2019). TVET country profile: Chile. Unesco-Unevoc International Centre for Technical and Vocational Education and Training.
Nota: Se utilizaron distintas herramientas de IA para análisis profundos de textos para obtener ideas matrices sobre el tema central de la columna. La redacción, coherencia, conexión y selección final de las ideas es propia.
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