Desde la Declaración de la Sorbona en 1998, Europa decidió potenciar el conocimiento como instrumento y fin decisivo para incrementar la calidad de vida de sus ciudadanos. Dicha declaración nos recuerda que toda institución de educación superior debe hacer lo posible para formar hacia el empleo y la inserción laboral plena. Sin embargo, aspiramos a que la educación vaya mucho más allá de lo planteado en ese texto: en lo posible, debe formar además personas integrales. Porque cuando hablamos de educar personas, este desafío es mucho más amplio y profundo que simplemente instruir estudiantes para tareas laborales concretas.
Cuando una institución se compromete a educar, en dicha afirmación subyace una visión antropológica de cómo esta se sitúa en el pasado, el presente y el futuro, tanto en el plano terrenal como en una dimensión trascendente que supera la materialidad. No es lo mismo educar solo para lo inmanente al mundo (materialismo) que educar de manera que integre inmanencia y trascendencia; es decir, para el mundo y para la búsqueda y encuentro de Dios.
Cuando hablamos de que el acto educativo mejora la calidad de vida del estudiante, lo que tratamos de decir es que toda institución educativa debe ayudar a lograr aquellos aprendizajes que permitan que sus estudiantes puedan realizarse plenamente como personas, con diversidad de visiones sobre el mundo, pero con una sustancia común originaria, respetando identidades y promoviendo valores universales. Y respecto de aquellos que buscan incansablemente a Dios, Duoc UC crea y mantiene los lugares y las instancias que favorezcan este encuentro libre y significativo entre un docente, administrativo o estudiante con Jesucristo.
Las personas tienen necesidades de toda índole, no solo materiales o las propias de los empleados que están orientadas hacia la productividad económica. Necesitamos formar personas que no solo sean expertos técnicos, que apliquen eficazmente la razón instrumental en los distintos espacios laborales, sino que también sean un ejemplo como seres humanos, y que posean plena comprensión de que el valor profundo de ellas no depende solo de su mayor o menor productividad, sino del simple hecho de ser personas, y personas de bien.
Toda persona necesita saber, como ya lo hemos señalado, que su valoración no proviene únicamente de su productividad laboral, por muy importante que sea su ejercicio profesional para toda empresa. En esta materia es relevante no confundirse. La dignidad de la naturaleza humana no se origina en el actuar, sino esencialmente en el ser. Y esta verdad irrefutable necesitamos comunicarla y transferirla como una directriz profunda de enseñanza educativa.
La Educación Superior Técnico Profesional, cuyos perfiles de egreso nos indican que forma hacia el trabajo, no debe olvidar que si bien transfiere competencias duras indispensables para el saber hacer, debe enseñar también valores y actitudes que, integrados con las competencias específicas de la disciplina o técnica, presentan a la sociedad personas que entienden que trabajan con un sentido profundo, buscando no solo el propio desarrollo y proyección, y la de la organización donde trabajan, sino también el bien común.
La calidad de vida como ciudadanos, que es una legítima aspiración humana, se puede lograr en la medida en que educamos más allá de una enseñanza técnica específica. Formamos personas para vivir en el mundo, sin parcelas delimitadas y restringidas, sino para todos los ámbitos de la existencia humana. En esta tarea, todo docente podría tener como ideal ir más allá de la formación, para aspirar a la educación más integral del ser humano. En tal sentido, no solo debería instruir para un desempeño sobresaliente en las tareas concretas y específicas, sino educar, en la medida de lo posible, para la integralidad de hechos, valores y sentimientos que se manifiestan o pueden manifestarse en los diferentes momentos laborales.
Hoy, en que estamos bajo la presión de ser productivos y de que nuestra valoración o reconocimiento se reduzca a nuestro aporte material a los índices macro y microeconómicos o financieros, es indispensable no convertir esta necesidad de aportar materialmente en un único fin, ni siquiera en un fin en sí mismo. Debemos destacar la importancia del esfuerzo, del trabajo honesto, de la generosidad, de la alegría para enfrentar las dificultades, de la actitud positiva y proactiva, y, por supuesto, de la contribución al bien común en general.
La encíclica Gaudium et Spes, promulgada por el Papa Pablo VI en 1965, nos brinda luces profundas sobre la espiritualidad del trabajo: “La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste, con su acción, no solo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que pueden acumularse… Por tanto, ésta es la norma de la actividad humana que, de acuerdo con los designios y voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien del género humano y permita al hombre, como individuo y miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación” (GS 35).
El trabajo no solo vale por su productividad material, sino también porque a través de él logramos desarrollarnos, superarnos, participar en el mundo, tener dignidad y, finalmente, todo esto se sintetiza en la posibilidad cierta de ser personas integrales, plenamente abiertas a la trascendencia, a Cristo. Este es un desafío educativo fundamental para Duoc UC.
Soraya Antillanca
Hola, leyendo desde Villarrica. Agradezco este espacio de reflexión y la calidad de la escritura. Es bueno recordar cuál es el verdadero foco de lo que con pasión y alegría hacemos como profesionales.