El docente técnico profesional posee sus primeros antecedentes históricos en el instante en que los padres de familia enseñaban a sus hijos su saber técnico que les permitía sobrevivir y ejercer un oficio para el resto de sus vidas. El cazar, recolectar frutos, cuidar el ganado, plantar semillas en la tierra, construir una choza, sanar a enfermos, cuidar el agua, elaborar utensilios para comer y cuidar la comida, todas son actividades que requerían el aprendizaje de una técnica que era transmitida oralmente y examinada en el aprender haciendo. Durante miles de años, la docencia técnico profesional se realizó al interior de las familias y luego, agrupadas las familias en pueblos, surgen los protodocentes nacidos fruto de la calidad de su trabajo de excelencia y que eran escogidos para educar a los niños y jóvenes. El desafío era transmitir un saber práctico, acumulado por la experiencia, y que permitiría a los jóvenes vivir y recibir una remuneración en dinero o especies.
En la Edad Media y dado el avance de los conocimientos, se especializa el saber técnico y comienzan a surgir pequeños talleres artesanales dirigidos por un maestro de prestigio que daba garantía a sus discípulos, aprendices, de conseguir empleos en sus oficios aprendidos. Aumenta la diversidad de oficios manuales y la profundización de la técnica aplicada. Continua el desafío de trasmitir el saber práctico acumulado por siglos y el aumentar la empleabilidad, pero ahora se agrega el desafío de la excelencia en los productos terminados. El concepto de calidad aplicada se subraya y ya observamos competencia entre los distintos talleres artesanales y que los estudiantes buscan a los mejores maestros para tener garantías de un buen pasar futuro y de una mayor demanda de su saber aplicado.
Durante el siglo XIX y al surgir la Primera Revolución Industrial, el saber se especializa aún más. Con las nuevas maquinarias creadas y que brotan cada día con más novedad, fue necesario capacitar a empleados para que aprendieran no solo oficios, sino también a dominar el uso de la nueva tecnología existente. Se trataba de aprender a administrar nuevas máquinas, así como el saber arreglarlas si sufrían desperfectos. Por tanto, se necesitaba a docentes más especializados y con mayores conocimientos técnicos para preparar a los empleados subtécnicos que se necesitaban. De esta manera emergen las primeras instituciones politécnicas en Occidente, con más formalidad institucional y sistematicidad profesional en la formación de estudiantes.
Luego de la Segunda Guerra Mundial, este tipo de estudios comenzó a avanzar como un complemento inteligente de la educación universitaria. En las empresas, cada vez más complejas, no les bastaba la contratación de universitarios para los cargos y funciones de más relevancia. Necesitaban con urgencia personal técnico que acompañara el trabajo de obreros y jefaturas. Se requería mandos medios formados con más sistematicidad y experticia técnica. Se demandaba de instituciones capaces de entregar este tipo de formación y que estuvieran muy vinculadas, oyeran y satisficieran las necesidades de competencias que las empresas y los países requerían para lograr un mayor desarrollo material y, de este modo, obtener más bienestar para los ciudadanos. El desafío docente ahora era preparar a los jóvenes que se ubicarían en los mandos medios de las empresas y que, si bien no tenían formación académica universitaria, su apoyo técnico permitiría lograr las metas empresariales y así aumentar la productividad de estas. Por tanto, este tipo de estudios, como consecuencia de su desarrollo, comenzó a considerarse y validarse como un subsector de la educación superior.
Dado que el subsector técnico profesional ya pertenece a la educación superior, de este logro emergen tareas y desafíos de mucha más relevancia para sus docentes. Tanto sus conocimientos pedagógicos como los disciplinares hoy y en el futuro tendrán mayores exigencias para poder obtener aprendizajes de calidad en sus estudiantes y como demanda exigida por los institutos profesionales y centros de formación técnica. Así también, la penetración de la tecnología y su impacto en el cómo y para qué educamos, será una necesidad creciente el conocer y dominar estos nuevos avances científicos como medios para transmitir el saber teórico y aplicado. Estamos ante la amenaza del analfabetismo tecnológico y digital que, de apoderarse de una persona y de un docente, lo convertirá en un inútil en la docencia en corto tiempo.
Pero detectamos un desafío aún mayor y sobre todo para las instituciones con una misión y una identidad más preclara y que explica su horizonte y sentido de vida. La pregunta es: ¿Cómo ejercerá su rol el docente para transmitir una identidad institucional a través de una disminuida presencialidad? ¿cómo se formará en valores y se transmitirá un sentido trascendente de la vida humana a través de una educación con porcentajes importantes de remotocidad? Nos enfrentamos a la amenaza real de la distancia física del docente y sus estudiantes, algo que nunca la humanidad ha experimentado y de consecuencias que estimamos impredecibles.
El problema enunciado va más allá de la Pandemia. Esta terminará en el mediano plazo, pero los avances científicos y tecnológicos continuarán y estos nos presionarán a cambios sustanciales respecto a lo que hasta hoy considerábamos como un formato y estructura institucional normal y estable de cómo, dónde y para qué debían estudiar los estudiantes. No solo es un momento disruptivo para las instituciones y estructuras educativas, sino también para los docentes, agentes claves por medio de los cuales nos conectamos con los estudiantes y logramos que estos aprendan lo que necesitan para una sociedad mejor.
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