Estamos viviendo un proceso de transformaciones estructurales en diversos ámbitos de la vida nacional. Un aspecto sensible, y de la cual la Iglesia ha planteado sus reparos, refiere a la reforma educacional. La razonabilidad de la crítica obedece a que la Iglesia concibe la educación como un proceso de formación integral, mediante la asimilación sistemática y crítica de la cultura para servir al desarrollo pleno de la persona humana y que dinamiza al hombre hacia un destino trascendente. Esta forma de concebir la educación, que traspasa la mera instrucción, aspira prioritariamente a la calidad –tema ausente en la discusión pública– y comprende la libertad de enseñanza como condición de posibilidad para el desarrollo humano integral.
La oferta educativa de la Iglesia, en efecto, que se materializa en la educación escolar, en la técnico profesional y en la universitaria, quiere evidenciar que la confesionalidad institucional sirve al bien integral de las personas y de la sociedad en su conjunto. Por ello, esta identidad católica no solo se limita a la clase de religión o a la formación cristiana impartida en la academia y en la pastoral, sino que es una propuesta integral que involucra una cosmovisión cristiana de la vida, del ser humano, del currículo académico, de la historia, de la sociedad, de los valores y de la institucionalidad del establecimiento. Congruente con lo anterior, esta cosmovisión quiere favorecer el conocimiento y la participación de las familias, de su realidad y necesidades, en el proyecto educativo buscando una natural sinergia. Para la educación católica, por tanto, la familia es parte sustancial de su proceso educativo.
Con estas coordenadas la Iglesia afirma la legítima autonomía de los proyectos educativos, la necesaria libertad de enseñanza y el insoslayable derecho de los padres a educar a sus hijos de acuerdo a sus convicciones y a su proyecto de vida. Esto conlleva reconocer que un modelo educativo único o monopolizado por el Estado resulta una contradicción porque atenta contra la libertad de enseñanza a la que tiene derecho los padres respecto a sus hijos, contra el legítimo derecho de ciudadanos a sostener proyectos educativos con propuesta distinta a la del Estado, contra el libre acceso a una educación confesional o de otra índole por los más pobres, y contra la imprescindible diversidad de proyectos educativos, que parece ser una coordenada esencial para el desarrollo de un estado moderno.
Este reconocimiento de la libertad de enseñanza, a la que aspira la Iglesia católica –también otras confesiones religiosas así como varios tipos de sostenedores educacionales– no significa una pretensión de eludir las necesarias regulaciones del estado, sino que debe comprenderse como el legítimo derecho que tiene la Iglesia, otra denominación religiosa o cualquier sostenedor, para promover proyectos educativos de calidad, así como el deber que tiene el Estado de favorecer para que estos proyectos se desarrollen con aportes económicos públicos, por cuanto son ayudan al bien común y son esenciales para la configuración de una sociedad plural. Al mismo tiempo, la pretensión de que un modelo monopolizado por el Estado, o de pertenencia al mismo, por este solo hecho, es de calidad no se sostiene bajo ningún análisis serio. Con luminosidad, refiriéndose a si ser estatal constituye, en si mismo, un mérito para recibir financiamiento, nuestro rector fue claro: “Creo que esa es una cosa que no resiste demasiando análisis conceptual” (El Mercurio, 1 de febrero de 2015).
La educación técnico profesional o universitaria, enfrentará un desafío similar. A propósito de la reforma de la educación superior, que está en ciernes, se discutirá sobre el rol del Estado en materia de financiamiento, el carácter público de estas instituciones y la misión de las mismas. En último término, se discutirá acerca de la libertad de enseñanza y del rol que le cabe al Estado en relación a los diferentes modelos de educación superior existentes. La Iglesia, en este escenario, tiene el ineludible deber de promover y argumentar sobre el derecho a la libertad de enseñanza y sobre el deber que tiene el Estado para proveer de un trato respetuoso y justo a aquellos proyectos educativos que, más allá de quien sea su propietario o de su confesionalidad, son de calidad, cumplen vigorosamente su rol público y contribuyen decididamente al bien del país. También, la Iglesia y sus instituciones deben mostrar, con buenas razones –que las hay–, que el carácter público y de servicio al bien común de una institución no se explica en razón del propietario que la sostiene sino por la calidad de lo que ofrece y por el servicio al bien común que ella presta haciéndola merecedora del financiamiento del Estado.
Duoc UC está en esa línea. Es una institución de Iglesia, con excelencia académica, prestigio nacional e internacional y con un manifiesto compromiso social de bien común. El desarrollo creciente de esta institución prestigia a Chile y demuestra que una institución con identidad católica, y de propiedad no estatal, desarrolla una vocación pública y de bien común mejor que muchas pertenecientes al Estado, enorgulleciendo a la Iglesia, al país y a todos los que formamos parte de esta institución. En una discusión de talante ideológico más que científico, las buenas razones de un trabajo hecho con solidez institucional y con calidad académica serán, para gente razonable, el mejor argumento para demostrar que nuestro proyecto educativo, y el de muchas instituciones de Iglesia, es un bien público al que el Estado debe patrocinar.
0