La educación se presenta hoy como una tarea compleja, vasta y urgente. La complejidad actual corre el riesgo de hacer perder lo esencial, es decir, la formación de la persona humana en su integridad, en particular por cuanto concierne la dimensión religiosa y espiritual.
“Es así como el verdadero rostro de Dios y de la religiosidad sólo aparece al descubrirse como el absoluto que da sentido a la vida cotidiana y con ello es capaz de fundar todo el proceso vital intramundano en el cual se ubica el ser humano, interpelándolo a una decisión de completa acogida gratuita a lo trascendente”[i]. Entonces a ello debe tender todo criterio evangelizador para que se impregne el sistema educativo en una toma de conciencia de que el sentido del mundo no puede estar en criterios de utilidad que tienden a determinarlo en todas sus actividades, según los cuales vale sólo el poder, el placer y la riqueza. Pues a partir de estos criterios las propuestas de vida pueden ser viciadas en su razón de ser, olvidándose de construir personas humanas, quedándose sólo en administrar diversas técnicas que aparentemente facilitan la vida humana, pero que muchas veces sólo le restan sentido convirtiéndola en un peligroso escenario de vacío para los más inalienables deseos del hombre.
Es por ello que “la libertad religiosa es el principal fundamento y la real garantía de la presencia de la enseñanza religiosa en el espacio educativo,”[ii] pues se debe apuntar al desarrollo de una profunda razonabilidad que apunte a un real discernimiento libre de lo que significa la trascendencia para el hombre, pues allí radica un aspecto universal que engloba la identidad humana.
Considerando lo anterior, la formación educativo valórica con inspiración cristiana, debe considerar siempre una concepción antropológica abierta a la dimensión trascendental es su condición cultural, pues allí radica un aspecto de identificación humana muy profunda, que posee en sí una importante clave de humanización, dado que al introducirse en la cultura se genera un diálogo con ella que permite establecer consensos de razón que amplían el discernimiento y conducen a una enseñanza que dejará relevantes huellas de identidad.
Es así como “en la educación católica la enseñanza de la religiosidad es característica irrenunciable del proyecto educativo humano e integral que apunte a desarrollar la identidad del hombre.”[iii]
En honor a ésta característica irrenunciable debemos hacer eco de nuestra misión eclesial y evangelizadora, a la hora de promover una idónea humanización basada en principios y valores que broten de nuestra más profunda antropología que por naturaleza añora y desea construirse en base a los aspectos trascendentes que la componen y que cada hombre libre y dotado de razón debe ir descubriendo apoyado en los agentes que deben jugar un rol muy relevante en dicho proceso de constitución humana; que, como sabemos, es también cristiana pues valida el misterio más grande de nuestra fe como lo es la encarnación del verbo que se rebaja a la condición humana para glorificarla consigo en un rostro de plena e íntegra trascendencia humana que está llamada a ser santificada como fiel reflejo de ésta relación de adoptiva filiación.
Finalmente, nunca debemos olvidar que un educador transmite con sus palabras conocimientos y valores, pues en base a ello será incisivo en los estudiantes si acompaña sus palabras con su testimonio, con su coherencia de vida. Sin coherencia no es posible educar. Todos sois y somos educadores, en este campo no se delegan funciones morales o éticas, sino todos tenemos algo que decir y hacer al respecto. Entonces, es esencial, y se ha de favorecer y alimentar, la colaboración corresponsable con un real espíritu de unidad y de comunidad entre los diversos componentes educativos, dado que no podemos perder nunca de vista que la formación de una persona se desarrolla en un proceso realizado durante años, por muchos educadores a lo largo de su vida; pues allí es donde finalmente forja su modo de ser y hacer.
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