14 de Noviembre, 2016

Teología e Inclusión

Ariel Reyes Zuleta

Ariel Reyes Zuleta

Docente de Formación Cristiana Duoc UC

6 minutos de lectura

Para comenzar un desafío: “Por el camino venía un gemido amargo. Era un sonido que hacía temblar a los judíos. Había quienes corrían con sólo oírlo. Y todos aceleraban el paso. Temían ver aparecer, de un momento a otro, aquellas piltrafas de hombre, que llamaban leproso. Oían sus gritos ‘Tamé, tamé’ (impuro, impuro), y toda su piel de hombres y de cumplidores de la ley se ponía en estado de alerta

¿Qué hubieras hecho si te hubieras encontrado con el leproso? (opta por una): a) solo mirar b) mirar y encontrarlo muy penoso c) ver y creer que se lo merece d) ver y acercarse.

Frente a un desafío como este las posibilidades de respuesta son tantas como pensamientos, posturas frente al tema. Creencias que cada uno de nosotros tenemos que muchas veces se nos salen “por los poros”. De fondo la alternativa que uno tome responde a una mirada de ser humano que hay que desentrañar, qué entendemos cuándo decimos persona y cuánto depende el contexto en que nos desenvolvemos. Atendiendo a ello, y a partir de la disciplina de la teología, intentaré elaborar algunas respuestas de cómo sería el acercamiento con el ser humano desde esta disciplina cuando ve al ser humano, cuando se observa en un contexto y de qué modo puede contribuir al desarrollo de un pensamiento llevado a la acción.

Para la teología el personaje principal es Jesucristo: es desde él que se intenta captar la sutileza del encuentro como también la llamada al contexto en que se desarrolla la historia. Evocar a la persona de Jesucristo, es captar a alguien que pone por sobretodo la dignidad de la persona como aspecto fundamental; donde, si evocamos el encuentro con el leproso, captamos que Jesús quiere para otros la misma libertad que Él tiene.

El contexto nos relata que durante mucho tiempo se había pensado que la lepra era un castigo. La persona que sufría de ello era culpable y debía cargar con ello, porque para la sociedad judía era un ‘muerto viviente’. Era un estropajo humano que por causa de su enfermedad era considerado un ptojoi,es decir un sujeto incapaz de ganarse el sustento, ya sea por invalidez, por enfermedad, o por causas de otra índole.” (Carbullanca, 2011, p.51).

El hecho de que Jesús vaya al encuentro y además que sea gratuito pone en cierto sentido en cuestión los principios que se vivían en esa época. Jesús se separa de una actitud que no va en ayuda del ser humano. Mira en su contexto una actitud anquilosada que miraba al ser humano en una capa superficial, no encontrándose con lo fundamental que es el corazón del otro. Cuando recordamos a Jesús, notamos a alguien con una libertad experimentada en el transcurso de su historia que lo lleva a impulsar una propuesta de amor unos con otros. A partir de su experiencia, entendemos que la persona humana no es persona sin los demás, desde la genuina posibilidad que otro tenga vida en abundancia. En una palabra: ser libre es optar por la libertad del otro con tal de generar comunión.

Cuando vemos ese actuar notamos profundamente que es un signo de inclusión, que invita a expandir los lazos, a generar vínculos. Desde ese lugar logramos profundizar que el desafío de la Inclusión pasa por fortalecer la presencia, la participación y el aprendizaje, a nivel personal y también social.

Cuando hablamos de presencia se supone el objetivo de garantizar las condiciones para que la persona se sienta parte y también se valore su totalidad como persona. Es desde la presencia por tanto que se puede visualizar un camino compartido, que destaca la subjetividad individual como también el anhelo de saberse humano, donde el camino se puede hacer de forma compartido, aunque muchas veces se piense lo contrario.

Otro elemento fundamental es la participación donde lo que se busca que todas las personas puedan conocer y experimentar las mismas experiencias de aprendizaje que todos.  No basta por tanto estar todos juntos, como si el estar “achoclonados” asegura una participación real. Desde el encuentro con el leproso notamos que la participación se da justamente en no quedarse en un afán integrador, sino en algo más, que supone un proceso inclusivo, donde aceptando y promoviendo las diferencias, se pueda lograr una participación que atienda la diversidad en vías a espacios de comunión y unidad (y por tanto no de uniformidad).

Por último, donde el aprendizaje sea la clave que todos alcancen los aprendizajes esperados a partir de una propuesta definida. En el fondo está el concepto de desarrollo; es decir, de qué manera podemos transitar a nuevos escenarios que nos posibiliten nuevos modos de actuar con el otro. Según Caritas in Veritate (que es una exhortación apostólica escrita por Benedicto XVI), plantea como un auténtico desarrollo concierne a manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones (CV10). Lo que cuenta entonces es que cada hombre, cada persona, cada agrupación, hasta la humanidad entera, pueda transitar a nuevos escenarios de desarrollo y apertura a la vida personal y social, por “si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger la vida, también se marchitan otras formas de acogida provechosas para la vida social (CV28).

Si la inclusión por tanto es un desafío a la conciencia, a la mirada de ser humano que tenemos ¿Qué hacemos para transitar en ella?

 Considero que para desarrollar una propuesta inclusiva todos deben sentirse acogidos, porque todos tienen la necesidad y derecho de ser incluidos y considerados. De allí que las principales barreras que hay superar en nuestros contextos es la de avanzar en un filosofía de la inclusión, donde todos los miembros de la comunidad educativa puedan saber, hacer y convivir desde una propuesta común.  Hay que potenciar el ser tratado como persona desde la dignidad a la persona en cuanto tal, lo que paulatinamente asegurará un proceso solidario y compartido. Si facilitáramos esto en escenarios culturas y prácticas cotidianas, sin duda que avanzaríamos en procesos inclusivos, donde las definiciones de acción se hagan en aquello que pueda aportar a todos las personas y a cada persona. Así pondríamos en el centro del desarrollo a la persona, donde los contextos se profundizarían cada vez más, que se traducirían en culturas y prácticas para ir en beneficio de ello.

Es lo que hizo Jesucristo. Y hubo una comunidad que creyó que era y es posible.

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