La Iglesia en Chile está viviendo una crisis de confianza sin precedentes en su historia, cuyas principales ‘raíces’ están en los abusos de poder, de conciencia y sexuales en los que se han visto envueltos ministros de la Iglesia, así como en el mal tratamiento que se les ha dado a muchos de estos casos. Este fue uno de los temas centrales del reciente encuentro de los obispos con el Sucesor de Pedro. Él nos hizo ver, con lúcida claridad, nuestras llagas abiertas, la epidemia que las han causado y el necesario camino que hemos de recorrer, con urgencia, para enmendar el rumbo, para restablecer la justicia y la comunión eclesial.
En efecto, la crítica a la Iglesia expresa la desilusión y la desconfianza pero, al mismo tiempo, deja de manifiesto que la sociedad exige de nosotros un comportamiento acorde a los cánones seculares y coherentes con lo que predicamos. Esto significa que no solo debemos afrontar los graves problemas enunciados sino que hemos de hacerlo en los códigos de la misma sociedad donde no basta la buena intención, ni las vías ‘artesanales’, sino que exige reconocer el error, asumir la responsabilidad y realizar la necesaria reparación en los códigos que la misma sociedad se ha impuesto.
En esta misma lógica secular se entiende la exigencia de coherencia. La cultura quiere que demos testimonio de lo que predicamos, de lo que defendemos y enseñamos. Somos exigidos a ser fieles a aquello que nos explica. Por ello resulta aún más grave cuando un ministro de la Iglesia transgrede los márgenes del respeto y comete abusos de cualquier índole. En pocas palabras, la sociedad espera de la Iglesia así como de las instituciones católicas no solo un comportamiento ético coherente sino también modélico.
El reciente encuentro de los obispos chilenos con el Santo Padre se entiende justamente en esa dirección. El Papa nos ha ayudado a orientar nuestro trabajo para restablecer la confianza perdida o dañada, para mostrar la belleza de la fe y enmendar los graves errores cometidos. Esto no implica construir una Iglesia sin mancha, signada por un perfeccionismo inhumano, sino una comunidad coherente que quiere evidenciar en su vida lo que cree y está siempre dispuesta a convertirse; una Iglesia capaz de poner en el centro lo importante: el servicio a su Señor en el hambriento, en el preso, en el sediento, en el desalojado, en el desnudo, en el enfermo, en el abusado.
La grave situación en la cual estamos inmersos, y que solo nos avergüenza, y la consecuente conversión que debería provocar en nosotros debería ser un punto de inflexión que, bien asumida, puede significar el inicio de una nueva ruta. En este camino de enmienda se juega el rol que podamos cumplir en el presente y en el futuro de Chile.
Para hacer este camino resulta clave el restablecimiento de las confianzas, lo que pasa necesariamente por la reparación del daño causado por ministros de la Iglesia; transita también por un nuevo modo de relacionarnos con las víctimas, poniéndonos siempre de su lado con la acogida y con el acompañamiento cercano; pasa por pedirles perdón por su nombre tantas veces como sea necesario y hacer con ellos un camino de sanación. Este empeño nos exige también una mayor transparencia en los procesos de tratamiento de casos de abusos así como en la generación de espacios seguros en las estructuras eclesiales para niños y jóvenes. La tormenta que hemos vivido es una oportunidad para que, con humildad, podamos hacer camino y avanzar en lo que hoy parece una urgencia pastoral: que la Iglesia sea el espacio donde las víctimas encuentre siempre acogida amistosa, proactiva y reparadora; que sea el espacio reconocido socialmente como seguro y exento de abusos; que sea ícono en el cumplimiento de los estándares que la sociedad pondera como confiables y transparentes.
La urgente ruta descrita no solo implica a la jerarquía de la Iglesia sino también a las instituciones eclesiásticas como a Duoc UC y a todos los cristianos. En efecto, esta institución, que es la Iglesia en la Educación Superior Técnico Profesional, tiene que evidenciar esta acogida, esta transparencia, este compromiso con restablecer la confianza quebrantada.
Esta nueva oportunidad para la confianza se presenta con inusitado realismo y nos provoca a todos a recorrer este camino. Desde los ámbitos particulares cada miembro de la Iglesia puede ser un activo colaborador en la construcción de nuevos puentes con la sociedad.
Trabajemos, sin pausa, para que la Iglesia y nuestra propia institución educativa sean espacios cada vez más seguros, donde la confianza pueda madurar naturalmente, sabiendo que en ello se juega la credibilidad de nuestra propuesta en la post modernidad. Así como la Iglesia ha sido siempre el refugio para los que sufren así también ha de ser distinguida modélicamente como el lugar más seguro y confiable para los niños y jóvenes, para sus familias y para toda persona humana.
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