Desde hace algunos años la inmigración ha sido tema en nuestro país. Al menos eso queremos creer: que ahora la inmigración es un “tema” del cual todos hablan con cierta propiedad, a favor o en contra, como si fuese un fenómeno que podemos modificar a nuestro antojo con solo chasquear los dedos.
Falso, Chile siempre ha vivido procesos migratorios, ya sea en que nosotros vamos a otros países a buscar nuevas y mejores oportunidades o tenemos el honor de recibir a extranjeros que buscan nuevos horizontes. Y las razones de estos movimientos son variadas, pero en general nadie busca salir de su patria con familia y todo sin mediar una razón de peso, potente y clara. Las motivaciones políticas, económicas, sociales, laborales y hasta sanitarias se ponen en los primeros lugares.
¿Es, entonces, la inmigración un tema nuevo en Chile? No, no lo es. Es un fenómeno que se ha repetido muchas veces en nuestra historia. De hecho, aunque cueste reconocerlo, el nuestro es un país producto de una colonización. Efectivamente somos un país que se fue formando a través de lo que hoy tanto nos genera escozor: la inmigración.
Chile experimentó la inmigración española en tiempos de la Colonia. Ya con posterioridad a la independencia recibimos una gran cantidad de ingleses (impulsada principalmente por las salitreras y el uso de puertos como Valparaíso y Coquimbo) y alemanes (a través de una intervención estatal del naciente estado independiente chileno que buscaba poblar el sur del país). El tiempo pasó y en Chile empezamos a recibir una gran cantidad de inmigración palestina, que formaron una colonia importante y se asentaron en diversas comunas de la capital.
El otro gran movimiento extranjero en nuestro país se generó por la llegada masiva desde Perú. Este fue un fenómeno diferente. Partió por la llegada de mujeres casadas y con hijos que se dedicaban a trabajar como asesoras del hogar, producto principalmente de su buena mano y su bajo salario en comparación a las que, hasta ese momento, eran las empleadas chilenas venidas desde el sur. La trabajadora peruana era considerada obediente, puntual y trabajadora. No tenía a su familia en Chile, debía enviar dinero a Perú y vivir con lo que sobraba en sueldo en una pieza en el centro de Santiago. ¿Tiempo para ocio? ¿Tiempo para relaciones? Nada. Solo para trabajo
El tiempo pasó, la peruana logró conseguir empleo para su marido, se trajo a la familia completa y se instalaron en el centro de la capital. El hombre peruano logró encontrar trabajo de obrero en la construcción, sus hijos entraron al sistema educacional público chileno, estudiaron, crecieron, entraron a la educación superior y se fueron volviendo chilenos. Tuvieron hijos en Chile y por el concepto del Ius Soli, fueron considerados compatriotas.
El ascenso peruano terminó cuando se instalaron los primeros restaurants de comida peruana. Algunos se atrevieron y gastaron sus ahorros en esa inversión, la mayoría (por no decir todos) contrataron a compatriotas para sus negocios. El peruano dejó de ser obrero para ser mozo, la peruana dejó de ser empleada doméstica para ser cocinera. Habían logrado el “sueño chileno”.
Casi tres décadas después vemos como el espacio que fue dejando la inmigración peruana fue siendo ocupada por tres colonias en específico: la colombiana, venezolana y ahora último la haitiana. Podemos adelantar que los recién llegados de estos países fueron tomando trabajos de poca preparación que ni peruanos ni chilenos estaban dispuestos a realizar.
No, la inmigración no es un “tema” nuevo en Chile. Lo que comenzó a ser nuevo es su notoriedad. Los inmigrantes dejaron de ser invisibles y hoy, es un fenómeno que nos afecta a todos. No hay ciudad, pueblo o comuna que no haya recibido a un inmigrante. Lo nuevo hoy, es que – bien o mal – empezamos a pensar, reflexionar, sobre este tema y sus diferentes aristas. Y es lo que intentaremos hacer en estas páginas.
El aumento explosivo de la inmigración en los últimos años – 232% entre 2014 y 2017 – debido a los diferentes contextos económicos y políticos desfavorables que hemos descrito más arriba, se convierte en una invitación clara a buscar nuevas oportunidades y mejor calidad de vida en países como el nuestro, cuya economía es más estable y aun reina una atmósfera de democracia y estabilidad política a pesar de las profundas diferencias que tenemos.
Ahora bien, ¿estábamos preparados para esto? Los hechos nos muestran que no. Cuando la inmigración se volvió visible nos dimos cuenta de que el Estado y el pueblo chileno, no estábamos listos para enfrentar este desafío. Entonces, el “tema” comienza a ser una verdadera moneda de cambio en todo aspecto, en especial en el político: justifica el aumento de la delincuencia, cesantía y pobreza … pero ¿qué más podíamos hacer?, dirán algunos.
Independientemente de la veracidad de los datos, algo no está saliendo bien. ¿Por qué no podemos dar vida a la frase – tan popular del folclore chileno – “y verás cómo quieren en Chile, al amigo cuando es forastero”?
El forastero hoy madruga y hace filas para intentar regularizar su situación de ilegalidad. Vemos en las noticias cómo familias completas esperan ser atendidos sabiendo que, ese trámite, podría cambiar su situación laboral. Y para acogerlos, están los funcionarios públicos de las diferentes instituciones del Estado que, por desconocimiento y falta de planificación en los procesos, intentan dar respuesta actuando de manera torpe y descoordinada.
Desde el Estado procuran que los funcionarios del servicio público aprendan creole para acoger a los haitianos. Nos preguntamos, ¿no deberíamos fomentar que todo aquel inmigrante que no hable español lo aprenda? ¿no aumentaría esto sus posibilidades de encontrar mejores empleos, con mejores remuneraciones y acceder a diferentes servicios, aumentando su seguridad social?
Este ejemplo, da luces de cómo se están pensando las políticas públicas, pese a todos los esfuerzos que el Estado ha realizado en los últimos años… ¿Qué queda entonces para el encargado de los procesos de contratación en las diferentes empresas del país, la mayoría pymes?
La inmigración ha impactado fuertemente en el mercado del trabajo. Debiese tener un impacto positivo en nuestra economía, si consideramos la simple ecuación de: a mayor fuerza laboral (de bajo costo), mayor productividad lo que equivale a un mayor potencial enriquecimiento de las arcas fiscales ¿o no?
Hoy más de 25.000 extranjeros buscan empleo en Chile. Liderando estas cifras están los venezolanos, seguidos por haitianos, peruanos y colombianos. Los mismos, al igual que toda la sociedad, se segrega por tipo de trabajo y calificación, la mayoría, esperando el sueldo mínimo.
Sin embargo, es difícil ver cuantas plazas de empleo hay, efectivamente, para esta cantidad de personas. Las empresas de más de 25 trabajadores pueden tener solo un 15% de extranjeros en la totalidad de la organización (considerando sucursales). Poco.
Frente a la llegada del forastero que necesita trabajo, existe una organización que necesita trabajadores. La empresa, ¿conoce el código del trabajo?, por supuesto. En él se indica claramente que un trabajador es “toda persona natural que preste servicios personales intelectuales o materiales, bajo dependencia o subordinación, y en virtud de un contrato de trabajo”, independientemente de su nacionalidad. Todos pueden trabajar, pero “el extranjero solo puede iniciar su actividad laboral una vez que haya obtenido una visación de residencia correspondiente en Chile o el permiso especial de trabajo para extranjeros”, de acuerdo con lo declarado en la Dirección del Trabajo.
Si bien el código del trabajo ofrece una salida, considerando como chileno a cualquier extranjero cuyo cónyuge o conviviente civil o hijos sean chilenos, no podemos dejar de preguntamos, ¿cuánto de esto está en conocimiento de los encargados de contratación en las empresas?
Es complicado. Primero, debes partir por conocer a la persona más allá de sus competencias técnicas para el cargo. Quizás un poco injusto, pensando que hoy un chileno, no tiene obligación alguna de colocar sexo, foto ni dirección en su CV.
Todo lo anterior, confunde. Muchas veces las personas a cargo no tienen los conocimientos para hacer frente a un proceso de contratación diferente al de un chileno. Desconoce los requisitos, tipos de visa y permisos, y es fácil incurrir en malas prácticas e infracciones, generando “acuerdos” (no contratos), que se traduce en problemas tan domésticos, como el pago de sueldos hasta dificultades de orden vital relacionadas con el respeto de los derechos y beneficios que a todo trabajador le corresponde, independientemente de su procedencia, lo que desemboca en peores condiciones laborales que impactan directamente en la calidad de vida de los trabajadores extranjeros (y colateralmente en los chilenos) y en su grupo familiar.
Por otra parte, el nivel de dificultad percibido del proceso, sumado a la creencia de la protección del empleo de nuestros compatriotas, pueden llevar a la empresa al extremo de optar por generar políticas de no contratación de extranjeros, lo cual no solo es arbitrario y profundamente discriminatorio, sino que, además, impacta en los índices de cesantía y pobreza. Ahí se termina de romper el sueño de una vida mejor.
Otro punto sobre el que debemos reflexionar es sobre la persona del inmigrante. Ya no las torpezas del Estado y desconocimiento de la organización: los inmigrantes, ¿saben realmente cuáles son los requisitos para vivir y trabajar en Chile?
Cada pueblo es diferente, tanto en sus tradiciones, idiomas y contextos socio–políticos. Desde ahí, se ha intentado – bien o mal – generar políticas “diferenciadas” las cuales, a nuestro juicio, enturbian los procesos.
En el caso de los venezolanos, son personas que por lo general están calificadas con niveles universitarios y dejaron Carreras truncadas en Venezuela. Para poder llegar al estándar de vida que llevaban en su país, deben partir por revalidar o reconocer su título profesional, cuyo trámite puede ser tedioso, más aún si países como Venezuela, no tiene convenio ni con el Ministerio de Relaciones Exteriores ni con el MINEDUC.
Los colombianos, por su parte, vienen a trabajos menos calificados. Se instalaron primero en Antofagasta, pero ahora han logrado estar en diversas zonas del país. También han incursionado en emprendimientos, sobre todo en el rubro culinario; pero además es común verlos instalando minimercados con productos propios de su país. En Santiago centro podemos ver galletas, jugos y las exquisitas arepas colombianas.
La última gran colonia en arribar a suelo chileno ha sido la haitiana, sin dudas la más discriminada. Ellos han venido escapando de una situación social que la ONU ha declarado “solo mejor que países en África”, a pocos km entre Sudamérica y Norteamérica, Haití lleva décadas en una situación deplorable, sus habitantes han visto pasar a su clase dirigente hacerse ricos a costa de un pueblo ingenuo y poco ilustrado.
Ingenuidad que los ha traído en masa a Chile (aunque su destino mayoritario sigue siendo República Dominicana), buscando esperanza, un lugar para vivir, para trabajar honradamente y desarrollarse en paz. Han llegado a alojar en piezas pequeñas, hacinados, y a trabajar por sueldos miserables. Aún, con su disposición, buena voluntad y ganas de salir adelante, los chilenos seguimos denigrando a estos inmigrantes.
Como corolario vemos que, a pesar de todas las dificultades, incluso se les culpa de los males que Chile tiene hoy. Se habla de delincuencia cuando solo el 2,5% de los delitos del país son cometidos por extranjeros. Que eso nos preocupe es un chiste de mal gusto cuando compatriotas nuestros (130) son buscados en Inglaterra, España, Suiza, Alemania y Suecia a la vez por formar una banda organizada. En el viejo continente no tenemos fama de honrados precisamente.
Otro punto es la cesantía, esa imagen de que el extranjero viene a quitar puestos de trabajo. Nada más alejado de la realidad. Solo en Santiago la fuerza laboral aumentó en un año en 0,6% (en total, incluido chilenos) pero en esos mismos 12 meses la cesantía aumentó en 1%, llegando a la brutal cifra de 7,7%. Algo no cuadra en esto.
Hoy hay más de 200 mil inmigrantes viviendo hacinados y en situación de pobreza, además de las diferencias raciales y culturales evidentes, sin información ni formación. Es triste darnos cuenta de que la “pillería” del chileno, se traduce en prácticas abusiva que nos muestra la peor realidad como país: nuestra miseria clasista y racista. No nos importa la inmigración, nos importa del lugar de donde viene.
El inmigrante que llega hoy no está informado. ¿Y cómo estarlo si, en ocasiones, la información es contradictoria? Pareciera ser que sale corriendo de un contexto que le resulta amenazante para llegar a otro donde, supuestamente, tendrá una vida mejor. Una versión latina del sueño americano, el cual es transmitido entre compatriotas y el relato, cambiará dependiendo de la suerte. Esa es la información con la que llegan. A veces, se cumple, en otras ocasiones es una mochila de sueños sin realizar, de esperanzas sin cumplir y de proyectos truncados. El inmigrante buscará lo mejor para él y su familia, al igual que lo hicieron miles de chilenos en tiempos de dictadura. En Noruega, Suecia y Francia se nos acogió; en Oslo, Estocolmo y París buscaron la manera de hacernos un lugar. ¿Por qué no hacer lo propio con quienes vienen de Lima, Caracas, Bogotá y Puerto Príncipe? Llegó el momento de devolver la mano.
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