8 de Septiembre, 2014

Hacia una mejor calidad de vida: educar integralmente, con inmanencia y trascendencia.

Equipo Editorial Observatorio

Equipo Editorial Observatorio

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Desde la Declaración de la Sorbona en 1998 en Europa, dicho continente decidió potenciar el conocimiento, como instrumento y fin decisivo para incrementar la calidad de vida de los ciudadanos europeos.

Toda institución de educación superior debe hacer lo posible para formar hacia el empleo, a la inserción laboral plena, nos recordaba dicha declaración. Sin embargo, nosotros aspiramos a que la educación vaya mucho más allá que lo planteado por el mencionado texto: en lo posible debe formar además personas integrales. Porque cuando hablamos de educar personas, este desafío es mucho más amplio y profundo que simplemente formar o instruir estudiantes para tareas laborales concretas.

Cuando una institución se compromete a educar, en dicha afirmación subyace una visión antropológica de cómo ésta se sitúa en el ayer, el aquí, en un futuro terrenal y en otro superior con superación de la materialidad. No es lo mismo educar solo para lo inmanente al mundo (materialismo) que educar copulativamente con inmanencia y trascendencia, es decir, para el mundo y para la búsqueda y encuentro de Dios. En el caso de Duoc UC, como lo expresa su capellán Cristián Roncagliolo: “por ser una institución con identidad y misión, el desafío no sólo es formar personas sino plasmar en esas personas el ideario que explica a la misma institución y proyecta su misión”.

Cuando hablamos de que el acto educativo mejora la calidad de vida del estudiante, lo que tratamos de decir es que toda institución educativa debe ayudar a lograr aquellos aprendizajes que permitan que sus estudiantes puedan realizarse como personas, con diversidad de visiones sobre el mundo pero con evidente sustancia común originaria, respetando identidades.

Las personas tienen necesidades de toda índole, no solo materiales o las propias de los empleados que están endilgadas hacia la productividad económica. Necesitamos formar personas que no solo sean expertos técnicos, que aplican eficazmente la razón instrumental en los distintos espacios laborales, sino que también sean un ejemplo como personas, y que posean plena comprensión de que el valor profundo de ellas no depende solo de su mayor o menor productividad, sino del simple hecho de ser justamente personas, y personas de bien.

Toda persona necesita saber, como ya lo hemos señalado, de que su valoración no proviene sólo de su mayor o menor productividad laboral, por muy importante que sea su ejercicio laboral para toda empresa. En esta materia es relevante no confundirse. La dignidad de la naturaleza humana no se origina en el actuar, sino básicamente en el ser. Y esta verdad irrefutable la necesitamos comunicar y transferir como una directriz profunda de enseñanza educativa.

La educación superior técnica profesional, cuyos perfiles de egreso nos dicen que forman hacia el trabajo, necesitan no olvidarse que si bien transfieren competencias duras indispensables para el saber hacer, deben enseñar también valores y actitudes que finalmente, integrados con las competencias específicas de la disciplina o técnica, presentan a la sociedad personas que entienden que trabajan con un sentido profundo, buscando no sólo el propio desarrollo y proyección, y la de la organización donde trabajan, sino también el mejor bien común.

La calidad de vida como ciudadanos, que es una legítima aspiración humana, se puede lograr en cuanto educamos más allá de una enseñanza técnica específica. Formamos personas para vivir en el mundo, sin parcelas delimitadas y restringidas, sino para todos los ámbitos de la existencia humana. En esta tarea, todo docente podría tener como ideal ir más allá de la formación, para aspirar a la educación, en lo posible más integral del ser humano.  En tal sentido, no solo debería instruir para un desempeño sobresaliente en las tareas concretas y específicas, sino educar, en la medida de lo posible, para la integralidad de hechos, valores, sentires que se manifiestan o pueden manifestar en los diferentes momentos laborales.

Hoy en que estamos bajo la presión de ser productivos y de que nuestra valoración o reconocimiento se reduzca a nuestro aporte material a los índices macro y micro económicos o financieros, es indispensable no convertir esta necesidad de aportar materialmente en un único fin, ni siquiera en un fin en sí mismo. Debemos destacar la importancia del esfuerzo, del trabajo honesto, de la generosidad, de la alegría para enfrentar las dificultades, de la actitud positiva y proactiva, y, por supuesto, de la contribución al bien común en general.

La encíclica Gaudium et Spes (GS), promulgada por el Papa Pablo VI en 1965, nos da ciertas luces sobre la espiritualidad del trabajo: “La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste con su acción no solo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que pueden acumularse… Por tanto, ésta es la norma de la actividad humana que, de acuerdo con los designios y voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien del género humano y permita al hombre, como individuo y miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación” (GS 35).

El trabajo no solo vale por su productividad material sino también porque a través de él logramos desarrollarnos, superarnos, participar en el mundo, tener dignidad y, finalmente, todo esto se sintetiza en la posibilidad cierta de ser personas integrales, plenamente abiertas a la trascendencia, a Cristo. Este es un desafío educativo fundamental para Duoc UC.

EQUIPO EDITORIAL OBSERVATORIO DE LA EDUCACIÓN TÉCNICO PROFESIONAL

Lunes 8 de septiembre de 2014.

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