La conciencia clara de que no solo evolucionamos, sino que somos nosotros mismos protagonistas de esa evolución, nos impulsa a una reflexión que no simplemente nos acerca a cómo estamos evolucionando, sino sobre todo hacia dónde queremos evolucionar.
Quizás -a lo largo de la historia- se ha planteado una cierta dicotomía entre lo científico y lo religioso, entre la fe y la ciencia, y más específicamente entre la teoría de la evolución y la doctrina de la creación. Pero esto no es así. El principio que nos rige es que “la verdad no puede contradecir a la verdad” (cfr. León XIII, encíclica Providentissimus Deus). En este sentido, es bueno recordar las palabras de Werner Heisenberg, Premio Nobel de Física en 1932, reconocido como uno de los teóricos fundamentales de la mecánica cuántica: “El primer sorbo de la copa de la ciencia te vuelve ateo, pero en el fondo del vaso, Dios te está esperando.”
Es por eso que nos acercamos al progreso y al avance de la tecnología con la convicción de que -bien encauzadas- no pueden sino ayudarnos a llevar a cabo más plenamente nuestro Proyecto Educativo de formación integral.
En uno de sus libros, Yuval Noah Harari, reconocido profesor de Historia de la Universidad Hebrea de Jerusalén, señala que en cuanto la tecnología nos permita remodelar la mente humana, pasaremos del Homo sapiens al Homo deus. Harari postula que a través del avance tecnológico, científico y robótico estamos evolucionando hacia dimensiones totalmente desconocidas, que nos convertirán en verdaderos dioses.
Para nosotros, ese paso de asemejarnos cada vez más a Dios también es tal, con la diferencia de que esa semejanza nos viene dada “de fábrica”, porque creemos firmemente que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Más aún, podríamos decir que, según nuestra fe, la creciente asimilación a Dios se logra no mediante la tecnología ni la ciencia, sino mediante el amor. Es en este sentido que podemos decir que nuestros esfuerzos deberían apuntar a que la ciencia, la tecnología y la inteligencia artificial estén al servicio del amor. En Dios hecho hombre, la evolución está llamada a convertirse más bien en una revolución: la revolución del amor (cfr. Papa Francisco, Christus Vivit, n.174).
Como institución católica, debemos evolucionar, queremos evolucionar. Pero lo hacemos con la conciencia de que muchas veces más que evolucionar, “in-volucionamos”. Es imprescindible recordar que, dotado de amplia libertad el ser humano “puede construir un mundo sin Dios, pero este mundo acabará por volverse contra el hombre” (San Juan Pablo II, Reconciliatio et Penitentia, n.18).
De ahí que todas nuestras propuestas educativas -no solo las explícitamente religiosas- deben considerar al hombre en su relación con Dios. A ratos se nos olvida de que no somos seres que existen por azar, sino creaturas queridas por Dios, amadas por Dios. Nuestra historia no fluye hacia el abismo o hacia el azar, sino que tiene un sentido. Para nosotros, Dios no es solo una fuerza o energía, sino un Padre providente. Mirar hacia atrás recordando de dónde venimos, es la mejor forma de evolucionar hacia el futuro.
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