Hemos escuchado en el Evangelio que «José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer» (Mt 1,24). En estas palabras se encierra ya la misión que Dios confía a José, la de ser custodio. Custodio ¿de quién? De María y Jesús; pero es una custodia que se alarga luego a la Iglesia. Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo.
¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como en los difíciles, en el viaje a Belén para el censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó el oficio a Jesús.
Al dirigir hoy nuestra mirada y nuestra oración al Esposo de María, instruidos por la Palabra de Dios, descubrimos a san José, como figura de la humanidad en espera del Mesías. En esta humanidad desorientada, envuelta en la duda y sin saber qué hacer, triunfa la verdad de la Revelación divina. Así sucedió en san José, pues conocido el designio de Dios, no dudó en cumplir la voluntad divina.
Los cristianos, en este tiempo de Cuaresma, camino hacia la Pascua, encontramos en el Patriarca san José las actitudes que hemos de hacer nuestras para lograr ser testigos valientes de la Resurrección del Señor y de la vida nueva que nos comunica en medio de nuestra sociedad. Las actitudes que por el Misterio Pascual nos convertirán en germen de un nuevo pueblo. La identidad de este pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo, como en un templo. Su ley es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo nos amó. Su destino es el reino de Dios, que el mismo Cristo comenzó en este mundo.
Los testimonios de san José en el Nuevo Testamento son fugaces y no se recogen ninguna de sus palabras. En cambio sus actitudes y comportamientos reflejan una fuerza y una impronta que no pueden pasar inadvertidos a los cristianos. San José manifiesta una clara conciencia de pertenencia al pueblo de Israel. Este pueblo era el elegido por Dios y de él nacerá el Salvador.
La Escritura nos dice que José al enterarse de que María había concebido un hijo sin que vivieran juntos, decidió separarse de ella en secreto. Sin embargo, al conocer el plan de Dios, hizo como el ángel le había mandado, y tomó consigo a su mujer. Demostró una disponibilidad, semejante ala de María, en orden a lo que Dios le pedía por medio de su mensajero. La vida de san José es una vida al servicio de Dios por medio del bien. José es el hombre bueno, que sirve a través de las instituciones de este mundo: el matrimonio, la familia y el trabajo.
Vive, cada uno de estos compromisos, con dedicación y entrega; asume los riesgos y afronta las dificultades abiertas o solapadas, sin perder la esperanza.
San José es el marido fiel: antepuso el amor y el valor de la esposa, al orgullo y egoísmo humanos.
San José es el padre bueno y responsable, dedicado a su familia, capaz de abandonar su casa y su tierra por ella. Educador de la Familia de Nazaret en los valores que sustentan la sociedad.
San José es el trabajador honrado que sirve con su oficio a su pueblo e inculca en Jesús el sentido del trabajo.
San José es una figura silenciosa. Su testimonio es elocuente: el silencio está lleno de amor; ve las cosas con los ojos de Dios; las ama con el corazón de Dios y las hace según la voluntad de Dios. Es el justo que vive la obediencia de la fe.
Una vida ejemplar al servicio del acontecimiento-Cristo: ésta es su vocación. Una vida ejemplar para el cristiano de siempre: por su riqueza interior, coraje evangélico, amor como entrega, al servicio de la Redención.
Estas actitudes y comportamientos de san José son cada vez más urgentes en los cristianos y en los hombres y mujeres de buena voluntad. En los Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte y valiente, trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura.
Nuestra sociedad está necesitada de personas, como él, capaces de hacer creíble, con el ejemplo silencioso de su vida, que el verdadero progreso de los pueblos está precisamente en el fiel cumplimiento del deber, en la recta justicia y en la auténtica religiosidad.
Que esta eucaristía, por la intercesión de san José, nos ayude a vivir más santamente y nos obtenga la ayuda constante del Señor, para que permanezcamos firmes en la fe y eficaces en el bien obrar.
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