La promesa de la Educación Superior Técnico-Profesional siempre ha sido clara: formar personas capaces de transformar conocimiento en valor económico y social. Sin embargo, en un contexto donde la obsolescencia tecnológica avanza exponencialmente y las demandas laborales mutan con velocidad inédita, esta promesa enfrenta su prueba más exigente. La empleabilidad futura se decidirá en la capacidad de conectar tres mundos: lo que se investiga en los laboratorios, lo que se demanda en los mercados laborales y lo que se aprende en las aulas y talleres. Este triángulo dinámico marcará la diferencia entre instituciones con pertinencia y aquellas que quedarán rezagadas.
Durante décadas, la educación técnico-profesional chilena ha operado con un modelo relativamente estable: identificar competencias demandadas, diseñar currículos pertinentes y formar estudiantes para ocupar esos nichos laborales. Este ciclo, aunque efectivo en su momento, asumía mercados laborales predecibles y tecnologías de cambio gradual. Hoy, esa estabilidad es una ficción. La inteligencia artificial está redefiniendo profesiones enteras en meses, no en décadas. La transición energética está creando especialidades que no existían hace cinco años. La automatización está eliminando tareas rutinarias mientras multiplica la demanda de habilidades cognitivas complejas.
En este escenario, la pregunta central no es qué enseñar, sino cómo crear ecosistemas formativos lo suficientemente ágiles para anticipar, no solo responder. Aquí emerge la relevancia del triángulo investigación-mercado-aula como un marco conceptual operativo. No se trata de tres esferas independientes que ocasionalmente se tocan, sino de un sistema integrado.
El laboratorio como anticipador
La investigación aplicada en instituciones técnico-profesionales ha sido históricamente el eslabón más débil del triángulo. Mientras las universidades tradicionales concentraban recursos en I+D, los institutos profesionales y centros de formación técnica se enfocaban casi exclusivamente en la docencia. Esta división del trabajo académico, sin embargo, resulta insostenible cuando las transformaciones tecnológicas se originan precisamente en la intersección entre conocimiento aplicado y resolución de problemas concretos. Esto explica por qué Duoc UC hace 9 años tomó la decisión estratégica de potenciar la investigación aplicada como un eje relevante de su quehacer.
Los laboratorios de las instituciones técnico-profesionales no deben aspirar a replicar la investigación básica de las universidades, sino a convertirse en espacios de investigación aplicada y desarrollo tecnológico directamente vinculados con los desafíos sectoriales económicos. Cuando un instituto profesional investiga métodos de agricultura de precisión con sensores IoT, o cuando un centro de formación técnica desarrolla protocolos de mantenimiento predictivo para maquinaria industrial, no solo genera conocimiento: está anticipando las competencias que sus estudiantes necesitarán dominar.
La evidencia internacional respalda este enfoque. En Alemania, el sistema dual ha evolucionado incorporando centros de competencia tecnológica que funcionan simultáneamente como espacios de investigación aplicada, desarrollo de prototipos y formación práctica. En Singapur, los politécnicos han establecido laboratorios de innovación conjuntos con empresas donde estudiantes participan en proyectos de desarrollo real mientras aún están en formación. Estos modelos demuestran que la investigación aplicada en la educación técnico-profesional no es un lujo académico, sino una necesidad estratégica.
El mercado como coautor del currículo
El segundo vértice del triángulo requiere repensar radicalmente la relación entre las instituciones formadoras y los sectores productivos. La vinculación con el medio ha sido una exigencia formal en Chile, pero con frecuencia se ha traducido en prácticas profesionales tardías y comités consultivos de reunión semestral. La velocidad del cambio tecnológico hace que este modelo sea insuficiente.
El mercado laboral debe transformarse de cliente externo a coautor del proceso formativo. Esto implica que representantes sectoriales participen activamente en el diseño microcurricular, no solo validando perfiles de egreso sino especificando proyectos formativos concretos basados en problemas reales. Significa establecer rotaciones de docentes en empresas y de profesionales en ejercicio como docentes asociados. Requiere que las instituciones mantengan observatorios permanentes de tendencias ocupacionales y tecnológicas, capaces de gatillar actualizaciones curriculares en semanas, no en años. En el caso de Duoc UC, el 2001 creó Consejos Consultivos empresariales en cada una de sus escuelas, para escuchar a referentes del mercado; sin embargo, pareciera que hoy se necesita dar un paso más profundo en esta idea inicial.
Chile ha comenzado a experimentar con marcos de cualificaciones y sistemas de certificación por competencias que facilitan esta articulación al menos en la minería. Sin embargo, la verdadera transformación ocurrirá cuando las empresas entiendan que su participación en la formación no es filantropía corporativa sino inversión estratégica en sus propias cadenas de valor futuras. Las instituciones, por su parte, deben demostrar que esta colaboración genera valor recíproco: acceso a instalaciones, capacidad de investigación aplicada y talento formado bajo estándares de excelencia.
El aula como laboratorio viviente
El tercer vértice, el aula, debe mutar de espacio de transmisión de conocimientos a un entorno de experimentación situada. Esto no significa abandonar fundamentos teóricos, sino integrarlos en experiencias de aprendizaje que repliquen la complejidad del desempeño profesional real. Cuando los estudiantes trabajan en proyectos derivados de investigaciones del propio laboratorio institucional o cuando resuelven desafíos planteados por empresas colaboradoras, el aprendizaje adquiere simultaneidad con la aplicación.
Las metodologías activas, el aprendizaje basado en proyectos y los entornos de simulación no son pedagogías alternativas, sino respuestas necesarias a un entorno laboral que exige pensamiento crítico, trabajo colaborativo y adaptabilidad cognitiva. La taxonomía de Bloom debe complementarse con marcos como el de las habilidades del siglo XXI, donde la capacidad de aprender a aprender, el pensamiento crítico, comunicación eficaz, ética, entre otras, se vuelven tan relevantes como el dominio técnico específico.
La visión de futuro: Ecosistemas de aprendizaje continuo
Proyectando hacia adelante, las instituciones técnico-profesionales más exitosas no serán aquellas que perfeccionen el modelo educativo del siglo XX, sino las que construyan ecosistemas de aprendizaje continuo. En este modelo, la distinción entre estudiante, egresado y profesional en ejercicio se difumina. Las personas retornan periódicamente para actualizar competencias, colaboran en proyectos de investigación aplicada y participan en redes de conocimiento que trascienden los períodos formales de estudios.
La tecnología digital facilita esta transformación. Las plataformas de aprendizaje adaptativo pueden personalizar trayectorias formativas según brechas de competencias individuales. Realidad virtual y aumentada permiten simulaciones de alto realismo a fracción del costo de implementaciones físicas. La analítica de aprendizaje posibilita intervenciones pedagógicas predictivas antes que los estudiantes fracasen.
Sin embargo, la tecnología es facilitadora, no sustituta. El corazón del triángulo investigación-mercado-aula sigue siendo profundamente humano: docentes que son también investigadores aplicados y profesionales activos, estudiantes que se forman resolviendo problemas reales con impacto medible, empresas que ven en las instituciones socios estratégicos para la innovación.
Para las instituciones de Educación Superior Técnico-Profesional chilenas, el desafío es existencial. El Consejo Nacional de Educación y la Subsecretaría de Educación Superior han comenzado a incorporar indicadores de vinculación con el medio y de investigación aplicada en los procesos de acreditación. Esto no es burocracia adicional sino señalización de un cambio de paradigma.
Las instituciones deben preguntarse: ¿Nuestros laboratorios generan conocimiento aplicable o solo replican prácticas? ¿Nuestros vínculos con empresas son transaccionales o transformadores? ¿Nuestras aulas preparan para empleos actuales o para carreras adaptativas? Las respuestas honestas a estas preguntas determinarán qué instituciones liderarán la próxima década y cuáles quedarán como vestigios de un modelo agotado.
El triángulo investigación-mercado-aula no es una metáfora abstracta sino un imperativo concreto. Su implementación requiere inversión en infraestructura, cambio cultural profundo y valentía institucional para experimentar. Pero, sobre todo, requiere convicción de que la educación técnico-profesional no es una alternativa menor sino el motor principal para una economía del conocimiento inclusiva y sostenible. El futuro de la empleabilidad, y con ella el de miles de jóvenes chilenos, se está decidiendo hoy en la capacidad de las instituciones para hacer de este triángulo una realidad viviente.
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