En la sede de Duoc UC Puerto Montt, al sur del mundo y cerca del mar, ocurre algo más que formación técnica o académica. Entre las salas, los pasillos y las historias de vida que llegan cada año, se va gestando silenciosamente un espacio donde el alma también se educa: la experiencia comunitaria. Una de sus expresiones más potentes que se vive en Puerto Montt son las misiones solidarias. En ellas, se despliega una vivencia profundamente humana, donde lo académico da paso a lo relacional, y lo técnico se entrelaza con lo emocional.
Porque si hay algo que tienen en común todos los jóvenes que participan, más allá de sus diferencias, es que están buscando algo. Algunos una experiencia nueva; otros una pausa en la rutina. Algunos se suman porque un amigo insistió; otros porque algo los empujó desde adentro. Pero casi todos, incluso sin saberlo, llegan con una pregunta en el corazón: ¿será posible encontrar algo más?
Y sí, la mayoría encuentra algo. A veces es una conversación que remueve, un gesto que conmueve, una mirada que acompaña más de lo que imaginaban. O simplemente el hecho de sentirse parte. Porque en estas misiones no se califica a nadie por su nivel de fe, ni por cuánto sepa de Biblia, ni por si va todos los domingos a misa. Hay lugar para todos: para el creyente, para el que duda, incluso para el que viene herido por alguna experiencia religiosa del pasado. Lo importante no es cuánto se cree, sino cuánto se está dispuesto a compartir. Y es precisamente esa diversidad de trayectorias la que permite que cada encuentro sea auténtico.

Imagen N°1: Equipo de Misiones en medio de naturaleza y el fortalecimiento de la comunidad, sector Llanada Grande.
Ahí es donde ocurre el milagro: cuando jóvenes tan distintos se encuentran en un mismo lugar, construyendo un mismo objetivo, y comenzando a convivir. Madrugan juntos, planifican actividades, cargan bidones de agua, comparten pan amasado con mortadela, lloran cuando la nostalgia los alcanza, se abrazan, se escuchan. Y así, lo que parecía ser una misión para ayudar a otros, se transforma en una misión para uno mismo. Porque uno va a dar, pero termina recibiendo más de lo que esperaba. Esto produce efectos reales en cada uno de ellos.
Uno de los efectos más bellos que he logrado ver es la reducción del aislamiento emocional. Vivimos en un mundo que muchas veces nos hace sentir solos, aunque estemos rodeados de gente. Pero en las misiones, los jóvenes descubren que no están solos. Encuentran a otros que también creen en la bondad, que también siguen amando la humanidad a pesar de todo. Se reconocen en los otros. Y eso basta para empezar a sanar.
También se fortalece el sentido de utilidad y valoración personal. Algunos jóvenes, que tal vez nunca se sintieron valiosos en sus entornos habituales, descubren que tienen habilidades que no conocían: lideran un grupo, organizan actividades, sostienen emocionalmente a un compañero, etc. Y por lo tanto, comienzan a mirarse distinto.
Las misiones también ayudan a darle sentido a la vida, no en un sentido exagerado o abstracto, sino en algo mucho más íntimo. A través de la oración, la reflexión o simplemente el silencio compartido, muchos logran ordenar su historia, resignificar dolores y mirar con más esperanza. La imagen de Dios que emerge, y que es la que nos empeñamos por presentarles, no es la del juicio, sino la del acompañamiento: un Dios que acoge, sana y abraza procesos. Aun cuando algunos no estén seguros de creer en Él, lo viven.

Imagen N°2: Misioneros recorriendo las calles de la comunidad.
Otro aspecto esencial es que las misiones son un espacio emocional sin juicio. En un mundo donde no siempre es fácil decir lo que se siente, las misiones permiten que los jóvenes se abran, lloren, se rían, hablen de lo que sueñan o temen. No hay burlas, hay escucha y esa escucha transforma.
Los vínculos que surgen no son pasajeros. Muchos siguen en contacto, se apoyan, se visitan. Algunos se preparan para recibir sacramentos; otros simplemente participan con más frecuencia en espacios de comunidad. Pero incluso quienes no vuelven tan seguido, se quedan con algo que ya nadie les quita: la certeza de que fueron parte de algo real y transformador.
Las misiones también despiertan habilidades blandas clave. En el mundo laboral, no basta con saber hacer bien una tarea. Se necesita también saber liderar, trabajar en equipo, comunicar, adaptarse. Y en las misiones, todo eso se vive con intensidad. Porque se aprende a organizar, a colaborar, a ceder y a tomar decisiones. Se aprende a obedecer con humildad y a liderar con compromiso y puedo decir que se aprende a trabajar con el alma.
Incluso en lo más cotidiano hay aprendizaje. Cuando algo no sale como se esperaba, aparece la frustración, pero también la resiliencia. Cuando todo resulta bien, surge una alegría que no se disfraza. Y entre esos extremos emocionales se van forjando personas más conscientes y más humanas.
El amor también aparece. No necesariamente en forma romántica —aunque a veces sí—, sino como una forma de vínculo verdadero. Se crean amistades profundas, grupos de apoyo, una comunidad. Y como bien sabemos, muchas de las amistades más duraderas de la vida se gestan en la etapa de la educación superior. Las misiones ofrecen un terreno fértil para ello.

Imagen N°3: Comunidades de misioneros junto a religiosa viviendo el casa a casa misionero.
Las misiones solidarias no son únicamente un hito aislado en el calendario institucional. Para muchos jóvenes, representan una experiencia fundacional. A partir de ellas, algunos se animan a seguir participando en actividades comunitarias, a sumarse a grupos de voluntariado o a transformar su manera de relacionarse. Lo vivido no se queda en la anécdota de una semana distinta: se convierte en una forma distinta de mirar la vida.
Es ahí donde el valor formativo de estas experiencias cobra fuerza. Porque además del desarrollo técnico y profesional que ofrece Duoc UC, está el cultivo de habilidades humanas profundas: empatía, escucha, resiliencia, liderazgo colaborativo, capacidad de adaptación y sensibilidad social. Habilidades que no siempre se enseñan con una rúbrica, pero que se imprimen en la memoria y el corazón.

Imagen N°4: Comunidad de Misioneros y líderes de la Zona de Cochamó.
Como sede, acompañar este proceso ha sido también una lección. Hemos aprendido que la juventud necesita espacios donde se le permita ser, sin etiquetas, sin exigencias previas. Espacios donde pueda equivocarse, emocionarse, construir sentido y comunidad. Y, sobre todo, donde pueda descubrir que el mundo puede cambiar, aunque sea un poquito, si alguien decide servir con alegría.
Por eso, cada vez que una nueva misión comienza, volvemos a creer. Porque esas mochilas que se cargan al salir, regresan más llenas: de historias, de vínculos, de descubrimientos, de sentido. Y eso, en tiempos donde tantas cosas se viven con prisa y sin profundidad, es un verdadero tesoro. Ojalá nunca dejemos de misionar. Porque mientras haya jóvenes dispuestos a amar, a servir y a buscar juntos, siempre habrá esperanza.
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