Hace un tiempo, si un estudiante me preguntaba cómo enfrentar a un nuevo competidor en la industria, e recomendaba leer capítulos enteros de Porter, revisar casos de Harvard y comparar estrategias de marcas globales. ¿Resultado? Cinco días después seguíamos en el mismo punto. Hoy, basta con que ese mismo estudiante escriba un buen prompt y, ¡voilà!, tiene una radiografía teórica del problema, con ejemplos, analogías y hasta recomendaciones.
¿Es magia? No. Es inteligencia artificial.
En mi experiencia en el aula —con alumnos y alumnas que provienen de realidades tan diversas como la jornada diurna y vespertino, con y sin experiencia laboral—, la IA se ha convertido en una aliada clave para ese primer acercamiento a los temas que abordamos. Especialmente en asignaturas como marketing, economía o administración estratégica, donde en ocasiones cuesta generar conexión entre teoría y realidad.
Sabemos que muchos estudiantes no tienen tiempo (ni el hábito) de leer largos textos académicos. Su saber es más práctico, más inmediato. Y ahí es donde la IA cumple un rol pedagógico: traduce lo complejo, ordena lo disperso y, sobre todo, acorta la distancia entre el “qué es esto” y el “ah, ahora entiendo”.
Aunque la propuesta resulta atractiva en teoría, no está exenta de desafíos o condiciones que deben considerarse. Si bien una buena pregunta puede generar una respuesta valiosa y completa —especialmente en entornos mediados por inteligencia artificial—, no debemos olvidar que el pensamiento crítico es una habilidad que requiere práctica y desarrollo constante. Formular preguntas potentes no surge espontáneamente: es el resultado de un proceso formativo en el que el estudiante aprende a observar, analizar, conectar y cuestionar con profundidad. En este sentido, el valor de la tecnología no reemplaza el ejercicio continuo de pensar por uno mismo, sino que lo potencia solo cuando hay una base crítica bien entrenada.
Por eso insisto: la IA no reemplaza al análisis, ni mucho menos a la reflexión crítica. Es como esa calculadora científica que todos usamos en el colegio: te da el resultado, pero tú tenías que saber qué fórmula aplicar y por qué. Lo mismo pasa aquí: un prompt mal escrito te lleva a respuestas superficiales; uno bien diseñado puede ser una joya.
Y ahí es donde entra nuestro rol como docentes: enseñar a preguntar. Mostrar cómo se formula una buena consulta, cómo se valida una respuesta, cómo se conecta esa información con la realidad de cada estudiante y su entorno profesional.
Me ha tocado ver alumnos que usan ChatGPT para entender los fundamentos de un modelo económico, y que luego lo aplican con ejemplos reales de su empresa. Otros lo utilizan para comparar estrategias de marketing, planificar acciones y hasta para simular escenarios. ¿Está mal? Para nada. Es aprendizaje activo, guiado y contextualizado.
Pero también ocurre algo que me parece fundamental destacar: la IA está abriendo espacio para reflexionar críticamente sobre temas más allá del aula, como las políticas laborales en Chile. Por ejemplo, cuando hablamos de contratación, los estudiantes pueden analizar cómo herramientas basadas en IA —como las que ya usa una empresa chilena muy exitosa para emparejar talentos con vacantes laborales según su potencial y no solo su CV— podrían mejorar la eficiencia del mercado laboral, reducir sesgos y acelerar el proceso de reclutamiento en sectores clave.
Esta discusión no se queda solo en la empresa. También lleva a preguntarse: ¿cómo deberían adaptarse las políticas públicas en Chile para generar mejores condiciones de inserción para estos futuros trabajadores? ¿Está el sistema educativo —incluido el nuestro— entregando herramientas que dialoguen con estas nuevas formas de productividad y selección de talento? ¿Estamos enseñando habilidades que realmente van a ser necesarias?
En este punto emerge un aspecto transformador: la IA permite a los estudiantes adelantarse varios pasos en la conversación. No se quedan solo en lo que dice el libro o el docente. Pueden tomar una propuesta generada por IA —una idea, una estrategia, un enfoque— y evaluarla críticamente: ¿funcionaría en Chile? ¿Cuál sería su impacto? ¿Qué experiencias internacionales son aplicables y cuáles no, y por qué?
Ese proceso de reflexión comparada es oro puro. Porque convierte lo aprendido en una clase en decisiones reales, con argumentos, datos y proyecciones. Lo más relevante es que surge desde la curiosidad del estudiante, no desde una tarea impuesta, es decir, el aprendizaje se vuelve más profundo, más significativo y útil.
Volvamos al ejemplo del nuevo competidor: un alumno puede pedirle a la IA cinco estrategias defensivas y ofensivas. Luego, en vez de elegir una al azar, empieza a filtrar: “Esta no, porque requiere una cultura organizacional que no tenemos”, “Esta otra sí, porque ya tenemos el talento, solo nos falta capacitación”. Ese nivel de análisis antes tomaba semanas. Hoy puede surgir en una sola clase, siempre que esté bien guiado.
El impacto de este cambio es colectivo y exige una reflexión compartida. Como docentes, ya no se trata solo de “pasar contenido”, sino de activar conversaciones, guiar procesos de descubrimiento, provocar dudas útiles y entregar herramientas para investigar con sentido. Porque hoy, con un clic, accedemos a todo, pero el valor está en saber qué hacer con eso.
También nos obliga a ponernos al día. Es momento de experimentar, de perder el miedo a estas herramientas y comprender que no estamos aquí para competir con la inteligencia artificial, sino para acompañar y orientar su uso de manera consciente.
En clases, lo que más valoro es ver cómo los estudiantes usan la IA como punto de partida para sus análisis. A veces, llegan con una respuesta generada por la herramienta y la traen a discusión: ¿esto aplica en Chile?, ¿tiene sentido en su experiencia laboral?, ¿cómo se aterriza en una empresa real? Y lo interesante es que ya no esperan a que el profesor les dé todas las respuestas; llegan con ideas propias, con propuestas, incluso con objeciones. Ahí es cuando sé que algo está funcionando mejor que cualquier presentación que haya preparado yo solo. Ese momento en que el aula se transforma en un espacio vivo de conversación.
Claro, hay que tener ojo. No todo lo que dice una IA es verdad, ni todo lo que parece lógico lo es. Pero eso también es parte del aprendizaje: enseñar a dudar con criterio, a verificar fuentes, a complementar la teoría con experiencia. A no quedarse con la primera respuesta, sino a ir por más.
La IA no nos viene a reemplazar —ni a los docentes, ni a los estudiantes, ni a los profesionales—. Viene a desafiarnos a preguntar mejor, pensar más profundo y actuar con más criterio. Y si en el camino podemos reírnos un poco, equivocarnos bastante y aprender juntos, mejor todavía.
Porque si la IA es nuestra nueva compañera de aula, lo mínimo que podemos hacer es enseñarle a pensar.
Esta columna fue hecha con apoyo de Chatgpt para su redacción y estilo.
Kennerth Max-Moerbeck C.
Buenas tardes estimado Alejandro. Muy interesantes tus reflexiones y ya lo habíamos conversado, con tu siempre excelente disposición a compartir buenas prácticas y conocimientos. Agradecido y espero que tengas muchas más y mejores experiencias que compartir.