La vida cristiana hay que alimentarla día a día, precisamente, porque es “vida” y no “doctrina”. Si fuera solo doctrina, bastaría con saber el catecismo y tener los conocimientos adecuados para hablar de Dios, la Iglesia o los sacramentos, desde un punto de vista nocional y, seguramente, mantener una claridad y coherencia con los pilares fundamentales de la fe. No es que esto no sea necesario. Si lo es, por eso insistimos en la necesidad de una sólida formación no solo cristiana, sino también ética. Sin embargo, poner el énfasis en la “vida” supone recordar que el encuentro con Dios es, ante todo, diálogo vivo y cercano con el Señor, amistad que se cultiva y que va creciendo, experiencias que van tejiendo una historia de amistad con Él de la que se puede dar testimonio con alegría y riesgo. Descubrir así la fe, como vida vivida, como experiencia, le imprime dinamismo y sentido al encuentro con Dios. Cada día es nuevo. Cada momento es una captación distinta de su presencia. Cada acontecimiento va mostrando diferentes facetas de la vida cristiana que la hacen plena y atractiva, dadora de sentido y de futuro[1].
De ahí que sea tan importante la oración porque es mediación privilegiada para percibir la presencia de Dios en nuestra vida y entender mejor su designio sobre nosotros. Nos referimos a una oración que es ante todo diálogo y encuentro y no repetición de fórmulas sabidas, porque es el diálogo el que propicia el conocimiento mutuo. Y sin este conocimiento no puede haber crecimiento en el amor y en la confianza.
A Dios lo vamos conociendo poco a poco y en Él, nos vamos conociendo a nosotros mismos. Y desde esa verdad que somos, es que se afianza y se madura en la vida cristiana. Cuando se cultiva una vida de oración, podríamos decir como decía Job: “Te conocía de oídas, pero ahora te han visto mis ojos” (Job 42,5). Es decir, la oración nos permite experimentar como actúa Dios en nuestra vida y en el mundo en que vivimos. Podríamos decir también como San Alberto Hurtado “Quién ha experimentado una vez a Cristo no lo olvida jamás”.
Pero hay algo más. Necesitamos conocer a Dios como Él es y no como nosotros creemos que es. De ahí que, a imagen de lo que nos pasa en las relaciones con los demás -que siempre hay algo nuevo que conocer del otro-, también siempre hay algo nuevo que conocer de Dios porque “mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, porque como los cielos son más altos que la tierra, así mis caminos son más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Is 55,8-9). Por eso conocer al Dios revelado por Jesús, no fue fácil y no lo es aún hoy tampoco. En tiempos de Jesús, sus contemporáneos terminan matándolo porque el Dios que Él predicaba no se ajustaba a lo que ellos esperaban de Dios y les incomodó tanto ese Dios misericordioso, amigo de pecadores y publicanos, siempre dispuesto a perdonar, que prefirieron matar a Jesús.
Ahora bien, precisamente esto es señal de que el cristianismo es una “vida”, una “experiencia”, es la religión del “encuentro”. Vida y experiencia que hay que vivirla en cada tiempo con los desafíos que trae. Cada uno tiene que recorrer su propio camino y enfrentarse con las dificultades que se le presentan. Pero también cada uno tiene la responsabilidad de mantener la fidelidad, ante todo, al Dios que sigue hablando y saliendo a nuestro encuentro, para abrir nuevos caminos que permitan hacer significativa y atractiva la experiencia de fe en este mundo. Oración y capacidad de discernir los signos de los tiempos, son mediaciones indispensables. Fidelidad y riesgo para vivir y recorrer senderos distintos es lo que se espera hoy de los discípulos/misioneros. Está en nuestras manos, por tanto, sumergirnos en esta corriente de renovación y cambio, tan impulsada por el Papa Francisco y tan necesaria para una iglesia más viva y audaz.
Los testimonios que compartirán distintos miembros de nuestra comunidad DUOC UC, en este número 56 del Boletín del Observatorio, quieren justamente rescatar esto: las experiencias de fe, el recorrido de la propia vida y la riqueza de ese encuentro con Jesús, el Dios de la vida.
[1] Columna publicada en el Boletín N°56 del Observatorio Duoc UC.
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