El que cuelga del madero es maldito de Dios, un cuerpo que, por su impureza, mancha la tierra que Dios nos ha dado[1]. Así pensaban muchos de los que vieron a Jesús colgado de la cruz. En palabras del Salmo 117,22, el crucificado es un sobrante, un desechable.[2]
La razón de la exclusión de Jesús hay que buscarla en la nota más luminosa de su vida: la inclusión de los excluidos, de aquellos que lo eran en razón de su pureza (pecadores) y de los que lo eran en razón de sus bienes (pobres). “En su Reino de Vida, Jesús incluye a todos: come y bebe con pecadores, sin importarle que lo traten de comilón y borracho; toca leprosos, deja que una mujer prostituta unja sus pies…”.[3] De ahí que el cristianismo tenga un componente integrador e incluyente tan extraordinario. Por ello a un creyente no le puede pasar desapercibido el hecho de que Dios salvó al mundo a través de su Hijo excluido entre los excluidos: en la periferia de la ciudad, sin poder, rechazado por su impureza, abandonado por la mayoría de sus cercanos, en el más absoluto desamparo.